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David Penchyna Grub
América Latina está en ebullición. Si la temperatura social del orbe es alta, en el subcontinente las cosas hierven. A esta coyuntura se sumó Colombia, con protestas que –como en Chile y en Bolivia– han dejado muertos y graves confrontaciones entre los ciudadanos y las fuerzas del orden.
Por costumbre en el análisis, somos afectos a encontrar comunes denominadores entre los movimientos sociales. Es la desigualdad, dicen algunos. Es la crisis de la democracia como sistema de representación, señalan otros. Lo cierto es que las calles de América Latina que están en ebullición, tienen poco que ver en términos de causalidades; pero se encuentran unidas por sus efectos políticos: el debilitamiento de los gobiernos y la incapacidad crónico-degenerativa para cumplir expectativas sociales.
El caso colombiano es paradigmático: en las calles confluyeron jóvenes que protestaban por falta de oportunidades de empleo, mujeres que reclaman el pleno ejercicio de sus derechos, y ciudadanos que estiman que la carga fiscal ha llegado a un límite insostenible. En Chile, el combustible de la protesta no ha sido tanto la precondición económica, sino la dureza, la frialdad del gobierno para atender cualquier reclamo social. En Bolivia, mientras tanto, lo que se vive en las calles es el choque de dos olas, irreconciliables, que han roto al país. El debate sobre si hubo o no un golpe de Estado es absurdo: la sola sugerencia de quienes detentan el monopolio del uso de la violencia (las fuerzas del orden, los militares) al poder civil de abandonar el timón del país, es un golpe de Estado. El verdadero debate es si Bolivia puede, en ese marco de agravios, librarse de una guerra civil en pleno siglo XXI.
¿Qué une entonces a quienes toman las calles? Gobiernos poco satisfactorios son la mayoría en el mundo. La desigualdad ha impregnado América Latina desde tiempos coloniales. Debe haber algo más, fuera de lo obvio (el descontento) que está descarrilando gobiernos, enfrentando ciudadanos, debilitando la democracia liberal. Sin que sea una hipótesis metodológicamente sólida, vale apuntar que las sociedades no habían vivido el cruce entre acceso democrático a la tecnología, generación de expectativas, crecimiento económico mediocre, debilitamiento del Estado benefactor e hiperconcentración de la riqueza. Dicho de otra manera, los pueblos han aprendido a soñar con gran velocidad, pero se han despertado aún más rápido. La confrontación entre realidad y expectativa jamás fue tan dispar o tan nítida. Más gente queriendo eso que pocos pueden alcanzar; menos gente dispuesta a tolerarlo.
En esta ruta hay un elemento que ha acelerado la cólera contenida: los medios de producción, el trabajo y su aportación al PIB mundial, son cada vez menos relevantes frente al rendimiento del capital y a la velocidad con la que se recrea (Thomas Piketty es referente obligado para entender el fenómeno). Este mundo hiperconectado, sin barreras comerciales, digital y ultra competitivo, ha causado reacción alérgica al mundo que se quedó detrás: el de una generación entera que espera mucho más de lo que su país, gobierno y ciudad, ofrecen.
Para entender lo que ocurre en América Latina es imprescindible resistirse a la tentación de homogeneizar problemáticas. Sin embargo, el crisol de protestas nos recuerda lo fácil que nuestras sociedades se parten ante la injerencia exterior, el clasismo, el fanatismo religioso o la eterna promesa de los extremos: orden o progreso. Pareciera que América Latina se sosiega solo de forma temporal para volver a los viejos rencores de siempre, esos, que han llevado a juntas militares al poder, han creado una subcultura paralela del golpismo y que hacen de la democracia un mecanismo siempre frágil, siempre temporal.
Todos aspiramos a tener una América Latina que haciendo del sincretismo cultural y étnico, las riquezas naturales y culturales, pueda encontrar un camino estable y democrático al desarrollo económico. Una América Latina más cercana al sueño de Bolívar, que al polvorín que es hoy.
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