Francachela
Vulnerable y sumiso es el pueblo colombiano cuando a ojo cerrado le pone la yugular a cualquier incompetente y voraz politiquero.
¡Empezó el festín! la comilona del rancio tamal y las desabridas lentejas en sucios platos pringados de politiquería y soborno.
Los exquisitos platillos navideños se tiznan de campaña y guarras aspiraciones electoreras. Los candidatos fungen de estadistas sofisticados, simulan muchas veces ser diestros oradores de casta y abolengo; el éxtasis que les produce captar la atención del pueblo ávido, sediento, absorto e incauto, esparcir sus ideales en un micrófono o seducir a uno o varios medios de comunicación, humedecer la prensa hasta más no poder o simplemente “inocular” las redes sociales, los hace sentir enormes protagonistas del acontecer diario nacional.
Sagaces aspirantes a la primera magistratura o al cargo de elección populachera que sea, potenciales amos de conciencias, caciques del malherido voto, o brujos a merced de poderosos circos del roñoso poder, capaces de predecir el futuro o, por lo menos, asegurarle uno lleno de prosperidad al elector y al inerme rebaño en general.
Aparecen en las tarimas forradas de exasperante publicidad ungidos de verdades a medias y falsas expectativas, con la guirnalda de promesas ya fallecidas, que, cual fermentados ajos, expelen un hedor que rápidamente empieza a carcomer la para muchos, mal llamada fiesta democracia, la feria del voto, la orgía de la persuasión electorera.
Comicios, ofrendas, convenios y, la espesa y mórbida colonia del poder, empiezan a perfumar la esplendorosa agenda nacional, desde Leticia hasta el Amazonas.
Se despluma al pueblo anhelante de cambio y sediento de trabajo, se ceba con migajas al concurrente, se sacrifica el marrano, se compra al mercader, se embelesa al inversionista y se pervierte al empresario.
La fiesta no cesa, el caudal de los ríos Magdalena, Amazonas y Guaviare es poco al lado del abundante torrente de votos que inundan las urnas oficiales y “extraoficiales” del país. Pareciera no hablarse de otra cosa, en los buses, en el trabajo, en los centros comerciales, restaurantes y barberías, barberías como aquella que frecuento, en donde, mientras me arreglaban la barba acercándome sutilmente la afilada cuchilla a la arteria carótida, me preguntaba inquieto cuán a merced de quien nos arregla la barba estamos los hombres; vulnerables, confiados, sumisos.
Como vulnerable y sumiso, es el pueblo colombiano cuando a ojo cerrado muchas veces, le pone la yugular, a cualquier incompetente y voraz politiquero.
Ese mismo candidato que posteriormente ya elegido y luego reelecto, con toda su recua luego de “degollarnos”, desfondarnos el bolsillo y desahuciarnos hasta más no poder, vuelve a pedir nuestra cabeza. Y con certeza hay quienes ya descabezados incluso, vuelven a poner en la endiablada urna lo que les queda de humanidad para saciar al insaciable bellaco, poseso y ávido de roñoso y empalagoso poder.
Y la francachela no cesa. El licor, la gallina y el humeante sancocho; tampoco cesa el murmullo, en los corrillos más rasos y en las más encopetadas tertulias; se oye decir que tal o cual candidato está forrado de infamias, cuestionado hasta los tuétanos, él y su tropilla investigados hasta las ciernes; pero al ingenuo elector no le importa, le resbala, no le perturba o simplemente le es indiferente, porque confía, porque tiene prohibido pensar, porque tiene empeñado su voto o secuestrada su conciencia, porque nunca vota, o simplemente, ya se acostumbró a la añeja lechona, la amargada cerveza o el fétido pero alborozado sabor de la francachela previa a las virulentas elecciones. (.)
Fuente: https://laorejaroja.com/francachela/