El fallo sobre San Andrés: las fronteras del debate
Walter Arévalo*
Razón Pública.com
Explicación
clara y completa sobre los alcances del fallo, la obligación de cumplirlo, las
consecuencias de un eventual desacato, la inutilidad de salir del Pacto de
Bogotá y la forma constructiva de armonizar la Constitución con los efectos
prácticos de la sentencia.
Más
desafortunada puede resultar una pugna mal formulada entre el país y el derecho
internacional, en la que algunos pretenden meter a Colombia. Foto: Presidencia.
Descontento
e inquietud
Desde
la lectura de la sentencia sobre el diferendo territorial y marítimo entre
Colombia y Nicaragua — el pasado lunes 19 de noviembre en el Palacio de la Paz,
sede de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) de La Haya — voces
altisonantes y divergentes expresan distintas opiniones sobre el fallo, sus
alcances jurídicos, los efectos y formas de cumplimiento, las causas del
resultado desfavorable y las posibles acciones a tomar.
El
descontento nacional surgió al irse conociendo los elementos esenciales de la
sentencia de la Corte, y en los días siguientes se han venido aireando muy
diversas inquietudes: desde los detalles de la nueva delimitación marítima
hasta el enorme y desgastante debate en torno a la vigencia del derecho
internacional.
Ofrezco
a continuación una visión explicativa — pero crítica a la vez — de los
distintos debates que han surgido a raíz de la sentencia del máximo tribunal
internacional, sustentada en la investigación del tema, apelando a la prudencia
que el caso demanda y dejando de lado innecesarias e inocuas arengas
patrioteras.
¿Qué
dijo la Corte?
El
fallo proferido por la CIJ no es el primer pronunciamiento en el litigio con
Nicaragua por el archipiélago de San Andrés, cuyas raíces pueden rastrearse
desde la conformación y administración de ambos territorios bajo la Corona
española, pero que se materializa de forma mas concreta en el Tratado
Esguerra-Bárcenas de 1928.
Este
tratado establece la soberanía sobre el territorio insular para Colombia, “pero
no una clara y definitiva delimitación marítima” como dijera la Corte en su
fallo de 2007 — primer pronunciamiento con respecto al litigio iniciado en 2001
— cuando, tras décadas de amenazas, de encontrones y de manifestaciones de
desacuerdo, Nicaragua demandó a Colombia ante la CIJ.
El
meridiano 82 había servido de frontera marítima por años, pero no estaba
establecido en ningún instrumento como la delimitación definitiva: solo hacía
parte de un canje de notas del tratado antes mencionado, donde era Nicaragua
quien lo mencionaba como el punto máximo hacia el oeste donde Colombia podía
ejercer su soberanía sobre las islas.
En
ese fallo de 2007, la Corte decidió que las islas de San Andrés, Providencia y
Santa Catalina eran colombianas, pero también que el tratado no era fuente
suficiente para establecer la soberanía sobre los cayos y otras formaciones marítimas
ni para fijar una delimitación marítima entre ambos países.
Precisamente,
estas inquietudes han quedado resueltas con el reciente fallo de la Corte:
En primer lugar, respecto del territorio,
encontró unánimemente que los cayos de Roncador, Quitasueño, Serrana,
Serranilla, Bajo Nuevo, Albuquerque y Este Sureste pertenecen a Colombia,
basada especialmente en el argumento de la soberanía continuada.
En segundo lugar, la Corte se ocupó de la
delimitación marítima, el punto más controversial y donde las cosas seguramente
no saldrían como se esperaba para Colombia.
Por
su parte, la posición nicaragüense, soportada en el argumento de la plataforma
continental, buscaba acercar la delimitación marítima a nuestra costa
continental en el Mar Caribe, incluso hacia el Este de las islas.
La
Corte no adoptó plenamente ninguno de los argumentos: no aceptó la posición
colombiana de la línea media, pues consideró que el archipiélago solo está
conformado por las islas y, en consecuencia, proyectó la delimitación marítima
a favor de Nicaragua hacia el Oeste, basada en la plataforma continental, pero
respetando los espacios marítimos que pertenecen a Colombia por influencia del
archipiélago, conformado como ella lo entiende, es decir, sin los cayos más al
Norte.
Por
esta razón se ha afirmado que la Corte “partió” el archipiélago: en el fallo de
la Corte, los cayos más al Norte — Quitasueño y Serrana — quedan enclavados en
aguas nicaragüenses y solo proyectan 12 millas náuticas a su alrededor, que se
consideran aguas colombianas. Con tal decisión se confirma la soberanía
territorial, pero en efecto, se pierden espacios marítimos (tal como se observa
en el siguiente mapa) y con ellos los recursos que albergan, punto del fallo
más sensible para el país.
Los
enclaves y las zonas marinas entre uno y otro país constituyen la mayor fuente
de complicaciones, aunque exista la costumbre internacional de permitir el paso
a las comunidades locales y fronterizas.
Dada
la tensión entre Colombia y Nicaragua, cabe esperar que surjan problemas entre
las autoridades civiles y militares y las comunidades locales de ambos Estados
en zonas donde en un radio de unas cuantas millas se cambia de jurisdicción.
¿Hay
que cumplir?
Ningún
colombiano puede afirmar que el fallo le resulta satisfactorio, pues la pérdida
de territorio siempre será una situación desafortunada. Pero aún más
desafortunada puede resultar una pugna mal formulada entre el país y el derecho
internacional, en la que algunos pretenden meter a Colombia.
La
solicitud de interpretación ante la Corte no cambiará el fondo de la sentencia,
pero puede dar luces sobre cuestiones técnicas que el gobierno ha criticado. Foto:
Presidencia
Para
lo bueno y para lo malo, Colombia ha sido un país legalista a lo largo de su
historia: innumerables leyes, decretos, reglamentos, con una particular manera
de cumplirlos y de evadirlos, pero también, con una inveterada tradición de
constitucionalismo y de respeto al derecho internacional y sus acuerdos, que
muchas veces se valora más en el exterior.
No
sobra reiterar que la sentencia de la CIJ es plenamente vinculante e inapelable
para los Estados–parte del diferendo, en razón de la competencia y del valor
que le otorga el sistema de Naciones Unidas.
La
sentencia vincula directa y plenamente al Estado colombiano como sujeto del
derecho internacional. Su negación y los actos en su contra por vías de hecho
no solo implicarían la violación de una norma internacional, sino que
enfrentarían a Colombia con el sistema de Naciones Unidas y la comunidad
internacional, uno de cuyos objetivos esenciales es la solución pacífica de
controversias.
La
inconformidad frente a la sentencia resulta comprensible, pero Colombia no
puede exponerse a semejante situación. La solicitud de interpretación ante la
Corte no cambiará el fondo de la sentencia, pero puede dar luces sobre
cuestiones técnicas que el gobierno ha criticado. Y sobre todo, existe la vía
bilateral para buscar acuerdos que hagan menos traumático el cumplimiento del
fallo.
¿Que
pasa si no cumplimos?
Negar
el fallo es un error tanto jurídico como político, que comprometería la
responsabilidad internacional del Estado colombiano, pero que también
perjudicaría incalculablemente su política exterior.
Además
de ponernos en aprietos bilaterales con la contraparte, tal acto anularía de
plano la pretensión de Colombia de actuar como un país líder en la región, que
se proyecta como un Estado sólido y respetuoso de la comunidad internacional,
que aspira a participar cada vez más en espacios multilaterales y a integrarse
a nuevos mercados por fuera de nuestras fronteras.
Además,
la sentencia tiene “dientes”: ante un eventual desacato, el sistema de Naciones
Unidas prevé mecanismos — como los del Capitulo 7 de la Carta de San Francisco
— que incluyen sanciones económicas, diplomáticas y de otro tipo. También se
faculta al Consejo de Seguridad, que bien podría aprobar medidas para forzar el
cumplimiento del fallo, con las mayorías debidas y en ausencia de veto de algún
miembro permanente.
Las
vías de hecho para mantenerse en el meridiano 82 pueden dilatar al principio el
cumplimiento del fallo, pero con seguridad serían fuente de conflictos,
sanciones y rechazo internacional.
¿Y
el Pacto de Bogotá?
El
Pacto de Bogotá es uno de los dos instrumentos por medio de los cuales Colombia
ha otorgado competencia a la CIJ, pero actualmente es el único vigente.
Se
pierden espacios marítimos y con ellos los recursos que albergan, punto del
fallo más sensible
para el país. Foto:
Emisora Atlántico
Firmado
en 1948, en el origen mismo de la actual Organización de Estados Americanos
(OEA), establece el compromiso de todas las naciones americanas de proscribir
el uso de la fuerza y recurrir a métodos pacíficos de solución de
controversias, como los buenos oficios, la mediación y el arbitraje, antes de
acudir a la CIJ y al Consejo de Seguridad.
Salirse
del Pacto hoy no afectaría ni la legalidad ni la eficacia de la sentencia, pues
fue proferida en plena vigencia de ese instrumento. El artículo 56 — que
permite la salida del Pacto de Bogotá — indica que solo se hará efectiva un año
después de que el país manifieste su deseo, año durante el cual Colombia podría
ser objeto de demandas de los otros 14 países que lo han ratificado.
Las
voces que advierten sobre nuevas demandas de Nicaragua olvidan que para el caso
de San Andrés, tanto en lo territorial como en lo marítimo, aplica el principio
de cosa juzgada. El Pacto abre la puerta a mecanismos de solución de
controversias que nos han beneficiado en el pasado, y deja la puerta abierta
para llevar ante la misma CIJ casos como el del Golfo de Coquibacoa, con
Venezuela, que aún no reconoce tal competencia.
En
conclusión, salirse del Pacto no soluciona nada, pero sí nos perjudica. La
situación jurídica de las otras delimitaciones en el Caribe no es tan precaria
como con Nicaragua, pues están sustentadas en instrumentos bilaterales sólidos
y de plena eficacia.
¿Se
pueden armonizar la Constitución y el fallo?
La
Constitución prevé en su artículo 101 que el archipiélago hace parte de
Colombia —cosa que quedó ratificada en lo territorial por el fallo — pero
también establece que las fronteras del país solo puede modificarlas el
Congreso. Una lectura desafortunada de este artículo ha hecho carrera entre
quienes pretenden usar un derecho, el interno, para violar otro, el
internacional.
Pero
la Constitución no está por encima del derecho internacional ni tampoco riñe
con él. No se puede manipular la Carta Política para decir lo que no dice. El
que la forma habitual de modificar las fronteras sean los tratados no implica
que la Constitución autorice desconocer el fallo de una Corte Internacional.
Por
el contrario, la Constitución y la jurisprudencia nacional abundan en
referencias a la armonía del derecho colombiano con el derecho internacional,
llegando incluso a sostener que gran cantidad de instrumentos internacionales
tienen rango constitucional.
Así
lo sugiere la versión colombiana del concepto de bloque de constitucionalidad,
de origen francés. La armonía entre derecho internacional y constitucional se
deriva del lugar preferente que otorga la Constitución a los convenios y
obligaciones internacionales, posición en la que se sustentan tesis como la del
expresidente de la Corte Constitucional, Marco Gerardo Monroy Cabra, al afirmar
que el “derecho internacional es fuente del derecho constitucional”[i] (énfasis
añadido).
En
conclusión, el tratado bilateral que podría firmarse con Nicaragua y las leyes
de la Republica que permitan desarrollar el fallo constituyen mecanismos para
trasplantar al orden interno los efectos de una decisión que la Constitución
reconoce como vinculante, en su espíritu de respeto al derecho internacional.
*Abogado
y politólogo especializado en derecho constitucional, profesor de Análisis
Político Internacional y miembro del Grupo de Investigación de Derecho
Internacional de las facultades de Jurisprudencia y Ciencia Política y Gobierno
de la Universidad del Rosario.
twitter1-1@walterarevalo
http://www.razonpublica.com/index.php/internacional-temas-32/3434-el-fallo-sobre-san-andres-las-fronteras-del-debate.html