El imperio en café y amarillo
Sergio Otálora Montenegro
elespectador.com
Miami.- Hace apenas veinte años, ni el más apocalíptico de los ultraconservadores que habitan este país a manos llenas, se habría imaginado que Estados Unidos tendría un presidente negro y lo más oprobioso para racistas y energúmenos: que entre julio de 2010 y julio de 2011 nacerían más bebes de las minorías (asiáticos e hispanos) que de la mayoría blanca anglosajona.
Las cifras son contundentes: de los cerca de cuatro millones de niños que llegaron al mundo en ese lapso de tiempo, el 50.4% pertenece a las llamadas minorías. Es la primera vez en la historia de Estados Unidos que, en un periodo de doce meses, nace menos de la mitad de niños blancos, descendientes de europeos. Lo más interesante es que este grupo se encuentra apenas por encima del punto en que los nacimientos superan las muertes: el año pasado, 1.025 niños blancos no hispanos nacieron por cada 1.000 defunciones.
En términos demográficos, la película del pueblo norteamericano ya no será más en blanco y negro. En este terreno, ha entrado, de manera irreversible, a la era multicolor. Apenas en 2003, la población afroamericana, menor de 50 años, fue sobrepasada por los hispanos, segunda minoría “mayoritaria”. Como bien lo afirma el Wall Street Journal (publicación defensora a ultranza de la política antinmigrante más agresiva) “en la medida en que la población evoluciona hacia una mezcla más variada que incluye (…) asiáticos e hispanos, la división blancos-negros que caracterizó al movimiento de los derechos civiles, es cosa del pasado”.
Lo más paradójico de semejante realidad, es que en estas primarias republicanas, como nunca antes, se han ventilado las posiciones más xenófobas y antihispanas de los últimos años, que recogen el sentimiento de rechazo visceral al inmigrante por parte de un sector blanco, dogmático en lo político, moral y religioso, que culpa a “los mexicanos” (para el gringo promedio de Oklahoma o de Nebraska todos los hispanos son de México) y a Obama por la pérdida de los valores ancestrales, el alto desempleo, el déficit fiscal y el supuesto declive económico de “América”. Por eso nació el Tea Party: movimiento de extrema derecha que busca recuperar el liderazgo supremo de Estados Unidos en el mundo (en lo posible, a punta de bala e invasiones, como ha sido costumbre) y la tranquilidad económica, subvertida por esa combinación de gasto incontrolado de los demócratas e izquierdistas, y la cantidad inmensa de beneficios que se le dispensan a los “ilegales”.
Un porcentaje apreciable de estadounidenses no quiere ver que su país ha cambiado de manera irreversible. Que esos “mexicanos” que tanto desprecia, a la larga y a la corta están siendo su salvación. El mismo Wall Street Journal lo registra de esta manera: “Para la economía, el rápido crecimiento de la población que no es blanca le da a Estados Unidos una ventaja significativa, en su fuerza de trabajo, frente a otros países desarrollados. En Japón y partes de Europa, la población está disminuyendo en la medida en que las muertes superan a los nacimientos. Estados Unidos está en camino de evitar ese destino, gracias a las altas tasas de nacimiento (de las minorías) y a la inmigración”.
Mientras tanto, una cuarta parte de los estados de la llamada Unión Americana ha tratado, en algunos casos con éxito, de reproducir la dura ley antimigratoria de Arizona, que en estos momentos está en estudio constitucional en la Corte Suprema. Lo más curioso es que, por primera vez en cuarenta años, la migración neta mexicana a Estados Unidos se estancó, cayó a cero, de acuerdo con el Pew Hispanic Institute. Las matemáticas son contundentes: el número de mexicanos que entre 2005 y 2010 emigró a Estados Unidos, fue de 1.4 millones. Pero durante eso lustro, esa misma cantidad se ha devuelto a su país de origen. Y es probable que en 2011 y 2012, el flujo de inmigrantes que regresan a su patria supere a los que deciden correr el riesgo de salir, sin documentos, en búsqueda del hostil sueño americano.
Los republicanos y demócratas más recalcitrantes se han quedado con el pecado y sin el género. Esa nación por la que dicen luchar ya no existe. Siguen pensando, de manera obcecada, que todo se soluciona deportando “ilegales”, construyendo muros imposibles y poniendo pelotones de soldados cada kilómetro de frontera. No quieren entender que la historia no da marcha atrás, que ahora son los inmigrantes establecidos, “legales”, sus hijos, su descendencia, los que están cambiando el rostro de un país que dejará de ser, a la vuelta de muy pocos años, potencia global.