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A recreo
Francisco
Torres, Arauca
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Esas
dos palabras resumen la felicidad. Cuando suena la campana –ahora timbre-
resuenan en las aulas de primaria dando alas a los niños. En bachillerato
-palabra más bella que la postergada de secundaria- se habla de descanso y a él
se sale con ademanes reposados pero con idéntico contento.
Pero
ese recreo tan idílico se ha convertido en un campo de batalla, porque, al fin
y al cabo, ¿Qué es? Simple espacio de diversión o lugar donde también se aprende
y, por ende, se enseña.
Para
el gobierno encarnado en las sucesivas ministras de educación el recreo es como
el limbo: ni cielo ni infierno, ni agua ni pescado. No es nada. No hace parte
de la asignación académica de los docentes, pero no se puede realizar sin la
presencia de maestros y sin método pedagógico -un manual de convivencia, unas
normas ambientales-.
Para
los maestros el recreo es parte de la labor académica con sus alumnos, una
extensión de las aulas en la cual se aprende a convivir en sociedad y a
coexistir con lo poco de naturaleza –un árbol, una planta de fino tallo- que ha
quedado en los colegios cuando sobre ellos ha pasado el hacha implacable del
hacinamiento y el abandono estatal.
Para
los padres de familia el recreo debe estar supervisado por los profesores. Si
algo inusual sucede ellos deben responder: una mala palabra, un moretón, un
mordisco, un grano de arena en el ojo de un niño.
Estas
diferencias de apreciación sobre los momentos de recreación dirigida de los
estudiantes parecen una discusión pedagógica, pero en realidad su fondo es
económico y, por consecuencia, político.
Se
trata de exprimir la mano de obra de los educadores y, al mismo tiempo, dar la
impresión de gran preocupación por una sólida formación de los educandos. Dos
cosas que son irreconciliables. Porque cuarenta estudiantes en un aula de clase
y en un atiborrado patio de juegos –para tormento de profesor y alumnos-
durante más horas de clase no es lo mismo que veinte niños así sea con menos
horas de clase en condiciones amables. Eso está demostrado hace muchos años y,
para que no quede duda, Finlandia, que lleva el primer lugar del mundo en
resultados de sus estudiantes tiene menor carga académica y menos estudiantes
por grupo escolar que Colombia donde se trata a los maestros como a mulas de
carga.
De
tal manera que ese profesor que, por ejemplo, tiene en primaria cinco horas de
clase diarias, debe atender el recreo de sus treinta y cinco, cuarenta o
cuarenta y cinco estudiantes, asistir a anodinas reuniones o a cursitos para
que algún contratista saque su tajada en contra jornada y llegar de noche a
preparar, evaluar y llenar infinidad de cuadros que la burocracia insaciable
del Ministerio de Educación promueve con la divisa de que si no tenemos buena
educación por lo menos tengamos el máximo de control, aunque eso únicamente
sirva para atormentar a los maestros.
Al
igual que al obrero que se le azuza a trabajar más con la convincente
admonición-amenaza de: “¡colabore!”, al profesor se le habla –otra vez- de su
“apostolado”. Y se lo dicen aquellos que bien aplastados en los altos puestos
oficiales, de la empresa privada y de “instituciones benéficas” como el Banco
Mundial son los apóstoles del neo liberalismo que tiene en crisis al mundo y a
Colombia, y que han impuesto políticas educativas tan dañinas como la promoción
automática, el hacinamiento y la educación como mercancía.
Por
eso en el Decreto 1850 se estableció una jornada semanal de trabajo de “mínimo
cuarenta horas” para los educadores. Como quien dice se trata de pasarse por la
faja hasta el código laboral. Volver a las jornadas interminables de trabajo de
los albores sangrientos del capitalismo que sólo terminaban con la extenuación
del trabajador y ante la cuales los obreros del mundo alzaron sus enseñas de
lucha.
Por
eso se aumentó la asignación académica para reducir al máximo el número de
profesores con el expediente de recargar de trabajo a los que sobreviven a la
“racionalización de la planta”.
Para
el credo neo liberal, así como el aprendizaje y las pasantías de los
estudiantes no son trabajo y deben ser gratinianas –para mayor felicidad de los
empresarios-, el recreo no es trabajo de los educadores y debe ser gratis. Y,
ya en esa senda, seguir aumentando la carga laboral con las jornadas
complementarias. La preparación de las clases, evaluación, investigación, entre
otras deben ser también sine pecunia como ya lo son para los profesores de
cátedra a los que únicamente se les paga por hora clase efectivamente dictada.
¡Y con eso dizque se busca la calidad de la educación!
Como
lo ha denunciado hasta la saciedad el senador Robledo, el secreto máximo del
neo liberalismo es mano de obra barata, lo más barata posible conseguida por el
doble camino de reducir los salarios y aumentar la jornada laboral. A ello no
escapan los maestros colombianos.
Pero
ellos no se dejan meter los dedos en la boca con la mentirosa vena pedagógica
del gobierno y defienden su jornada de trabajo que viene siendo la misma que la
de los alumnos.
Si
se quiere mejor educación que se acabe el hacinamiento, que se provean las
condiciones para que sea científica, con respeto a la nación colombiana y a la
autonomía educativa y que se preste de manera directa y no por medio de
contratistas a los que sólo los anima la comisión –la parte de la plata de la
educación de los niños con que se van a enriquecer-.
Y
dignifíquese la profesión con un estatuto como el que ha presentado FECODE. Lo
demás son cuentos chinos del gobierno que a cada paso atenta contra la
educación pública. Los educadores ya están hartos de que los lleven al martirio
por el camino de mentarlos apóstoles.
Francisco Torres, Arauca, agosto 29 de 2011
Adaptación:
Carlos José Walteros Cabezas
Esp. En Ciencias Sociales.
Ibagué, 30 de Agosto
de 2011.