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Caída (ya no tan libre)
Ilán Semo
El nuevo desplome de las bolsas de valores del mundo reitera la más antigua
lección de la economía neoclásica: los
mercados son inteligentes, tal como se repite en cualquier reunión de
inversionistas y accionistas. Los mercados saben, por encima de cualquier
juicio o valoración de sus observadores, cuándo las condiciones les son
favorables y cuándo no. Es unsaber peculiar, porque inhibe las posibilidades
de que cualquier otro saber actúe de manera determinante sobre sus condiciones.
Un saber, digamos, inalcanzable, insondable. Sabemos quesaben, pero no cómo saben. La razón es
simple y la explicó Niklas Luhmann alguna vez: no hay ningún observador en el
mercado que puede ocupar un lugar en el que el conjunto de las condiciones que
hacen posible su existencia sea observable. Es la inteligencia de un
mecanismo, de una suerte de automatismo social, que se impone a cualquier
augurio, ya sea pesimista u optimista.
Lo obvio es que el acuerdo adoptado el
martes pasado en Washington por el presidente Barack Obama y una mayoría
republicana para salir al paso del déficit público de Estados Unidos encerraba
algo más que una burbuja política. Y al parecer lo único que logró fue
confirmar el pesimismo que muchos le vaticinaban: volver a las fórmulas ya hoy
convencionales de la desregulación no hace más que multiplicar las condiciones
que en la actualidad inhiben a la economía estadunidense.
¿En qué
consistió, en rigor, el pacto que firmaron una exótica mayoría de republicanos
y demócratas (impugnados por otra exótica minoría de demócratas y republicanos)
para hacer frente a la deuda del erario público? El acuerdo dejó intocadas las
posibilidades de recaudar impuestos entre quienes concentran la mayor parte de
los ingresos y las inversiones. Por el contrario, impuso el (trillado, se puede
decir hoy) principio de que sólo recortando el gasto público (léase: una forma
de desregulación) es posible reanimar la economía.
Pero los
mercados son inteligentes. Y su lectura, tres días después de pactado el
retorno a eso que Blaustein ha llamado la puerta del retrovirus, fue
exactamente la contraria. Y lo que leyeron, como afirma el reporte de Goldman
Sachs, fue precisamente la amenaza del retrovirus:
si se recorta el gasto público en una época de implosión de inversiones lo que
sigue es mayor desempleo. Si el desempleo aumenta, ¿quién va a comprar los
bienes que produce la economía en su conjunto?
Las cifras sobre el desempleo estadunidense se han convertido en el objeto
de una auténtica disputa nacional. La cifra oficial es de 9.4 por ciento. Un
nivel que en Estados Unidos trae consigo alarmas rojas. Pero la mayoría de los
observadores afirman que la cifra real es bastante mayor. Han proliferado los part
time jobs (empleos de tiempo parcial); hay muchos que sólo tienen
empleo unos cuantos meses al año (lo que obliga
a preguntarse en qué momento se hace la estadística); y hay empleos que
no debería ser definidos así (por ejemplo, cuando un solo salario se divide entre dos trabajadores, lo cual arroja la
paradigmática ecuación de 2=1). Un recuento más acucioso podría arrojar cifras
hasta de 13 por ciento de desempleo.
Las interpretaciones ameritan, por
supuesto, ser más complejas que los argumentos retóricos que ha traído el
debate sobre la política económica de Obama. El presidente negoció un
acuerdo en el que efectivamente se hacen recortes al erario público por
concepto de un trillón de dólares (¡pero en los próximos 10 años!) A cambio
obtuvo la licencia para subir el techo de endeudamiento en 900 mil millones de
nuevos ingresos. Dinero que está a disposición inmediata y será gastado en los
próximos meses. ¿Por qué no funcionó entonces el acuerdo? ¿Por qué precipitó
una nueva implosión en Wall Street?
La respuesta, al menos según Ulrich Beck,
reside en el permanente olvido de un lugar que se ha vuelto un punto ciego para
quienes homologan laeconomía exclusivamente con los mercados financieros,
las estrategias de las tasas de interés y las políticas de inversión. Ese lugar
no es otro que el de la producción. ¿Cuáles son las transformaciones que se han
escenificado en el sótano más profundo del edificio económico en las últimas
dos décadas? ¿Qué es lo nuevo realmente en la economía mundial?
Los robots, la digitalización de los
procesos de producción, la cibernetización de todas y cada una de las
operaciones de la economía, ¿no acaso han forjado un nuevo orden en el que no
se reflexiona con detenimiento? Los índices de productividad en Estados Unidos
han aumentado más en los últimos 20 años que en todo el siglo XX. También las
cifras de las utilidades. Lavelocidad de disponibilidad de un producto (desde
el momento en que se produce hasta que aparece en los anaqueles de las tiendas)
ha crecido en las pasadas dos décadas mil 600 por ciento. Las compras y las
ventas están separadas por un click, y todo el ejército de mensajeros y
contadores que las administraban antes están viendo hoy, desempleados, la tv en
sus casas.
Los viejos economistas habrían hablado de
un cambio estructural. Y esta nueva estructura, tan intangible como
lo es el mundo digital, es la que acaso está afectando a todo el edificio. Un
edificio ya vetusto, sostenido por máximas y dogmas que quieren preservar los éxitos efímeros de un capitalismo que Toni
Judt llamó con toda justificaciónparasitario.
Fue el Tea Party, ese grupo de
conservadores delirantes, que impuso el acuerdo sobre la deuda estadunidense. Y Obama cedió. Transigió frente a una fuerza
temida por lo seductor de sus argumentos y la contundencia de su retórica. Pero
la discusión en torno al equilibrio del presupuesto federal, que divide a
quienes insisten en recaudar más a través de impuestos y quienes impulsan el
recorte al gasto público, encierra en realidad un tejido de reflexiones mucho
más profundas que la retórica en la que vienen envueltas.
El impuesto moderno es una de las fábricas
esenciales de la construcción de lo público. ¿Cuánto se paga al erario y cómo
se debe gastar? es un debate que arrastra a una sociedad entera. Y el ataque
deliberado y salvaje contra el concepto mismo de impuesto no tiene otro sentido
más que la destrucción permanente de esa fábrica de lo público.
Pero las cosas no son, evidentemente, tan
sencillas. Obama enfrentó la crisis de 2008 con una política cuasi keynesiana.
Y, seamos sinceros, los resultados no fueron positivos. Por el contrario, el
desempleo pasó de 6 por ciento a 9.5 por ciento. Exactamente los saldos
opuestos a lo que se espera de una estrategia basada en la expansión de las responsabilidades públicas sobre la
economía general. ¿Fue esa sombra la que pesó en el acuerdo que aumentaba el
techo del endeudamiento? ¿Habría entonces que concluir que la herencia de
Keynes ya no responde a la situación actual? Siempre es sencillo tirar toda una
teoría por la borda frente a un caso aislado. ¿Pero qué tan aislado es elcaso de
las crisis que comienza en 2008 y no ha logrado más que ahondarse?
Si los orígenes profundos de este estado
comatoso de las economías centrales se encuentran más bien en las
transformaciones de la escena de la producción, ¿no habría entonces que pensar
en reformas que alcancen esa complejidad? ¿Son posibles esos cambios remozando
tan sólo el Consenso de Washington? Cuando los mercadossaben al parecer
todo y los economistas saben cada día menos, estas preguntas podrían devenir
relevantes.