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POLÍTICA E INTELECTUALES



LA POLÍTICA Y LOS INTELECTUALES*

Julio César Carrión Castro
Director Centro Cultural
Universidad del Tolima


P
ocos años después de haber concluido la segunda guerra mundial, concretamente en el año 1954, escribía Hannah Arendt que “el abismo entre la filosofía y la política se abrió históricamente con el proceso y la condena de Sócrates, que en la historia del pensamiento político desempeña el mismo papel de punto crítico que el proceso y la condena de Jesús en la historia de la religión”. Con esta condena, afirma la autora, se estableció una profunda duda con respecto a la importancia de la persuasión y el convencimiento logrados gracias a la palabra libre de toda coacción, a la retórica, como expresión de la política, sobre la cual se sustentaba el edificio de la democracia griega.

En la Apología de Sócrates, Platón luego de que se conociera la sentencia proferida por el tribunal, le hace decir: “quizás habrá alguno entre vosotros que acordándose de haber estado en el puesto en que me hallo, se irritaría contra mi, porque peligros muchos menores los ha conjurado, suplicando a sus jueces con lágrimas y, para excitar más la compasión, haciendo venir aquí a sus hijos sus parientes y sus amigos, mientras que yo no he querido recurrir a semejante aparato, a pesar de las señales que se advierten de que corro el mayor de los peligros”.

Con su tragedia fija Sócrates, precisamente, la negativa del filósofo a la obediencia interesada, a la subordinación que se quiere imponer a las ideas y a las doctrinas políticas sustentadas en la filosofía, por parte de la todopoderosa “razón de Estado”. Las elites, en su ejercicio de poder y de dominio, se acostumbran a escuchar de sus subalternos, no argumentos ni razones, sino, súplicas y lamentos, y pretenden obligar también a los contradictores, a pensadores e intelectuales, a la humillación y a la renuncia en nombre de una normatividad establecida.

Reflexionando acerca de la sentencia de Sócrates, Platón llegó a la conclusión de que el discurso filosófico -o dialéctico- que exige el diálogo, la argumentación entre iguales, es lo opuesto al discurso retórico de la política, que busca fundamentalmente la persuasión de las multitudes, es decir, reinar sobre las opiniones, no argumentar; “el error de Sócrates consistió en dirigirse a sus jueces en la forma de la dialéctica, y esta es la razón por la cual no pudo persuadirlos“.

Posteriormente Aristóteles en su Retórica recavaría sobre el tema, al establecer que “el arte de la retórica, es decir el arte de la persuasión y por ende el arte político del discurso, es la contrapartida del arte de la dialéctica, arte del discurso filosófico”. Para los antiguos griegos la doxa, la opinión, era el discurso de lo que me aparece, es decir, la expresión del mundo tal como se me manifiesta, no una simple fantasía, sino, mi particular forma de captar la realidad que, por supuesto, es específica, singular y exclusiva de cada individuo; “cada hombre tiene su propia doxa, su propia abertura al mundo”. Sócrates respetaba, no pretendía destruir la doxa, pero quería hacer surgir una verdad más colectiva, liberando al hombre de las verdades particulares. Entendía que esto no se alcanzaría en la vida doméstica y privada, que sólo sería posible gracias al diálogo, a la mayéutica, que consistía en ayudar al nacimiento de la verdad. Como se puede apreciar, se trata del respeto al otro en un mundo compartido, de ser ciudadanos, no de la imposición ni de la manipulación por parte de la autoridad; se trata del encuentro de las subjetividades, para ayudarse en la comprensión del mundo.
  
Hoy sabemos que sólo se puede construir la democracia, si se toma en cuenta el punto de vista del otro, si se trabaja entendiendo la existencia de la más amplia diversidad de opiniones.

La intencionalidad de Sócrates era, pues, otorgar a la doxa el valor de razón pública, desdeñando las razones oficiales, las “verdades” establecidas por el poder. La condena de Sócrates obedeció, por ello mismo, no tanto al pretendido ultraje a la religión del Estado, o a la corrupción de las juventudes -que constituyeron las acusaciones oficiales en su proceso-, como al persistente señalamiento que hiciese a los “grandes políticos”, a los estadistas, a los oradores, a los poetas y a los artistas que gobernaban en su patria, indicando la impostura y la simulación de sabiduría en que se pertrechaban.

La dura crítica a las apariencias del poder y el humilde reconocimiento socrático sobre la banalidad de unos saberes establecidos, expresados con la firmeza de sus convicciones, serían asumidos como altanería e irrespeto, por unas autoridades incapaces de aceptar las diferencias, pero dispuestas al eficaz manejo de los mecanismos de coerción, miedo y control, que siempre detentan los opresores, y que en última instancia, están distribuidos también como una “microfísica del poder”.

Sócrates con su sabiduría, ironía y eticidad era incompatible con la legalidad establecida. Su método de seducción y de convencimiento argumentado, resultaría contrario a la orgullosa opinión que de sí mismo tiene todo poder político estatuido.



La responsabilidad social de los intelectuales en el mundo de la política, y en particular en las épocas de crisis, consiste en entender y expresar el espíritu humano en su multiplicidad, contribuyendo desde la politeia (la política) y la paideia (la educación, la pedagogía), al despliegue de esta pluralidad, contra toda obediencia, uniformismo y homogeneidad, para alcanzar, gracias a la autonomía intelectual y a la autenticidad una mejor convivencia, porque, como lo apreciaba Sócrates, la virtud existe y puede ser pensada y enseñada. La misma Hannah Arendt lo ha expresado: “el papel del filósofo – si es que podemos aplicarle esta palabra a Sócrates pues él todavía no pensaba en esos términos - no consiste en gobernar la ciudad, sino en ser su tábano; no decir a los ciudadanos una verdad filosófica o política, sino hacerlos más verdaderos”.

Este comportamiento tan tempranamente señalado, debería ser arquetipo del comportamiento ético de quienes se dediquen, como intelectuales, a la administración pública, al periodismo político, a la administración universitaria o a las labores educativas. No servir de amanuenses de unas elites, tan altaneras como ignorantes, que ven su hegemonía legitimada gracias a las peripecias de intelectuales fletados al poder, encargados de acomodarles tesis, discursos y zalamerías.

No se trata de reclamarle a los intelectuales particulares razones militantes, o conformidad con pretendidos paradigmas, queriendo atraparlos como loros y monos en sus jaulas. Estanislao Zuleta precisó la responsabilidad social de los intelectuales en los siguientes términos: “El intelectual no tiene responsabilidad sino con el rigor de su pensamiento, con el rigor de su obra, con el desarrollo de su trabajo. Y los efectos sociales que esta obra tiene no proceden de sus procesos políticos conscientes” Claro está que ésta concepción no puede implicar un prurito de “neutralidad valorativa”, menos aún en un país como el nuestro, sumido en múltiples formas de violencia y en las tinieblas de una democracia retórica y formal.
  
No es posible soslayar el “compromiso” de los pensadores. No se trata de la obligada adscripción a un bando o a un polo del conflicto, sino, del rigor intelectual, de la confrontación al nihilismo, de su necesario reconocimiento como hombres públicos, no ajenos a la comunidad. Si bien como lo ha expresado Fernando Savater, hay quienes exigen un “mayor compromiso” a los intelectuales, lo que se debe reclamar es mayor intelectualidad a los comprometidos, no permitir que la simulación y la publicidad, sustituyan la intervención consciente en la construcción de un nuevo orden. Los intelectuales, de alguna manera, son los constructores de la “opinión pública“, ojalá, dice Savater, no se quedaran en la estrechez periodística de esta acepción, y su ejercicio civil lo llevaran hasta “convertir la opinión pública en razón pública”; en sustento filosófico de la pluralidad.

En nuestro medio social, por el contrario, tanto la politiquería tradicional, basada en la subordinación clientelista y en fatuas ortodoxias, como las nuevas tendencias tecnocráticas, cientistas e instrumentalizadoras, buscan la uniformidad acrítica de todos los ciudadanos, no su realización en la diversidad, ni el encuentro de las más variadas utopías. Bástenos reiterar aquí la condición servil que, de manera casi generalizada, se ha impuesto sobre esa “intelectualidad” vinculada a los quehaceres políticos o académicos, quienes históricamente han hecho de la simulación, del rastacuerismo y del trepadorismo, elementos centrales de sus inconsistentes“ convicciones ideológicas” y de sus pasajeras militancias. El travestismo ideológico o lentejismo -como popularmente se denomina este fenómeno en Colombia, en referencia quizás al canje que, por un plato de lentejas, hiciese el bíblico Esaú de las ventajas de su primogenitura en favor de Jacob, su hermano menor- no es exclusivo del bipartidismo tradicional, pues también intelectuales, académicos y “científicos”, ayer comprometidos con el vigor de las causas revolucionarias y de izquierda, hoy, marchitos e impotentes, ensayan desde el desencanto y la renunciación, pragmáticas posturas que les permitan allanar el camino hacia probables asesorías, consejerías y asistencias a los sectores dominantes y reaccionarios, o absorbidos por una pudibunda mediocridad cotidiana, oculta tras la máscara de la “investigación” o de la cátedra, que presentan deliberadamente como asépticas e incontaminadas, convencidos, tal vez, de la publicitada “muerte de las ideologías”.

Es torpeza pseudointelectual el clamor por la superación de las diferencias, y anhelar que la opinión ciudadana sea enteramente favorable a un único proyecto. Sobre este tipo de ilusiones campean los fundamentalismos, incluido el fundamentalismo cientista que hoy gobierna el mundo universitario y empresarial, que como lo denuncia Michel Foucault, esgrime una política “que desde el siglo XIX se obstina en ver en el inmenso territorio de la práctica, sólo la epifanía de una razón triunfante de la que no hay más que descifrar el destino histórico-trascendental de Occidente”.

Estos consensos no se alcanzan sino bajo el imperio coactivo de las formas totalitarias de poder, las cuales suprimen tanto el debate y la discusión entre individuos, como los más auténticos sentimientos de solidaridad y de mutualidad, al inscribir a las masas humanas en el tranquilizante espacio de lo gregario; como acontece, por ejemplo, cuando se instaura el discurso de “lo científico” como regla universal de todas las prácticas, “sin tener en cuenta el hecho de que el mismo discurso científico es una práctica reglamentada y condicionada”; las más de las veces, bajo la supervisión y control de burocracias intelectuales y profesionales, que anónimamente se encargan de mantener la permanencia del statu quo.

Hannah Arendt (esta vez en su obra Eichmann en Jerusalénun estudio sobre la banalidad del mal) señala cómo toda esa maquinaria de extermino nazi, que funcionó con increíble precisión tecnológica en Alemania, “tanto en los años de fácil victoria, como en los de previsible derrota”, fue planeada y perfeccionada en todos sus detalles, mucho antes de que los horrores de la segunda guerra mundial se hicieran presentes, por los asesores jurídicos, técnicos e intelectuales, que cooperaban estrechamente con el aparato militar y con el andamiaje propagandístico y publicitario, encargado de lograr la persuasión del conjunto de una sociedad civil aletargada que terminaría apoyando irrestrictamente todas las propuestas del Nacional- Socialismo, incluso la de la “solución final”, esto es el método expedito de suprimir por la violencia y por la muerte a todos sus contradictores. (A propósito de la complicidad que tuvieron los propios Consejos de las Comunidades Judías en la organización de la persecución y finalmente en el propio holocausto, nos explica Arendt que: “No cabe duda de que, sin la cooperación de las víctimas, hubiera sido poco menos que imposible que unos pocos miles de hombres, la mayoría de los cuales trabajaba en oficinas, liquidaran a muchos cientos de miles de individuos...” y agrega a manera de crítica a quienes afirman que esta pudo ser una táctica desesperada de sobrevivencia: “entregarse a los enemigos para ‘evitar algo peor’ no supone forma alguna de resistencia, sino una refinada estrategia para tranquilizar la conciencia y para no reconocer la implicación en las reglas de juego del enemigo”).
  
Cuando nos referimos a la refundación de la política, al reencantamiento de éste quehacer, estamos manifestando la imperiosa necesidad de tender puentes sobre ese abismo abierto entre la filosofía y la política, por quienes han despojado a la política de la teoría, en nombre de una supuesta seguridad garantizada por el autoritarismo, la certidumbre cientista, o por el pragmatismo oportunista que nos aleja de la libertad.

Es innegable que ante una realidad surcada por múltiples opciones y frente al necesario fracaso de quienes propenden por la homogenización del pensamiento humano, es tarea de los intelectuales comprometidos con una “política progresista” no guardar silencio, sino, además de ejercer la crítica a lo estatuido, articular sus prácticas, sus discursos y sus propias condiciones de existencia, al proyecto de la transformación general de la sociedad, superando, claro, el obvio temor por las repercusiones que el ejercicio de la autonomía intelectual le pueda acarrear –manes de Sócrates-. Se debe, incluso desde las aulas y las cátedras, reconocer el pluralismo, la validez de los más variados imaginarios colectivos, de los conocimientos subyugados y además trabajar solidariamente por la convergencia de utopías, más allá de las razones de Estado, de las imposiciones tecnocráticas, de la globalización cultural, de las verdades oficiales, de las conveniencias y de los oportunismos personales.

BIBLIOGRAFIA DE REFERENCIA


ARENDT Hannah. Filosofía y política En revista La Gaceta del Fondo de Cultura económica. México mayo 1989.

ARENDT Hannah. Eichmann en Jerusalén. Ed. Lumen 2ª. Edición. Barcelona. España 1999.

FOUCAULT Michel. La función política del intelectual, Respuesta a una cuestión. En Saber y verdad. Las ediciones de la Piqueta. Madrid, España 1991.

PLATON. Apología de Sócrates. Obras. EDAF Madrid. 1969.

SAVATER, Fernando. Perplejidad y responsabilidad del intelectual. En instrucciones para olvidar el “Quijote” Ed Taurus Madrid. 1985.

ZULETA, Estanislao. Responsabilidad social del intelectual y otras responsabilidades. En conversaciones con Estanislao Zuleta. Ed. por la Fundación Estanislao Zuleta. Cali. Colombia. 1997.

*Tomado de la Revista Aquelarre N° 1.  Universidad del Tolima,  Enero de 2002

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