Francisco Cajiao
En los últimos días nos vuelve a estremecer el homicidio de un recién nacido por su propia madre. Un maestro de un colegio de Bosa fue detenido por abuso sexual. En la sección 'Hace 25 años' se registró la semana pasada una horripilante agresión a puños y patadas contra una niña de tercer grado, por parte de un maestro y una maestra, simplemente porque la alumna se sonrió de forma burlona en la clase. El 18 de mayo, este diario reseñó un caso ocurrido en clases altas: "Con palo en mano, Cristina obligaba a comer a sus hijas de 5 y 12 años de edad. Se hacía a un lado de la mesa y de forma intimidante les exigía dejar el plato limpio, aun si estuvieran llenas. La menor, en varias ocasiones, llegó a vomitar la comida y su mamá, en medio de la furia, la hacía 'comer' su propio vómito. Este constante maltrato se tradujo en ansiedad y bajo rendimiento escolar de las niñas. La mayor de ellas comenzó a perder el pelo y desarrolló anorexia."
Frente a esta situación reiterada en todos los estratos sociales y en muchos espacios donde se supone que los niños deben gozar de cuidado y buen trato, la concejal Gilma Jiménez y un grupo de congresistas han venido adelantando una labor admirable y persistente -hasta ahora exitosa- para generar medidas de contención legal y penal frente a semejante expresión de brutalidad y tolerancia social. Medidas como la cadena perpetua son importantes y, probablemente, tendrán un impacto positivo para disuadir a muchos delincuentes de agredir a menores.
Pero, más allá de un valor simbólico, no servirán para romper la ignorancia de una inmensa parte de la población que no tiene la más mínima idea de cómo es un niño, cómo piensa, cómo siente, de qué es capaz, qué cosas aprende, cómo lo afectan las situaciones que vive en los diversos momentos de su infancia. Sin la menor malicia, y convencidos de que actúan para bien de niños y niñas, miles de padres y maestros incurren en permanentes conductas de maltrato infantil, que pocas veces se perciben como violentas.
Desde los primeros años escolares se fuerza a los pequeños a hacer cosas que su nivel de desarrollo no les permite realizar, y para ello los castigan, los amenazan, los insultan. Todo con inmensa dulzura: "mi amor, si sigues así vas a perder el año", "tienes que quedarte en el salón hasta que escribas bien", "no me extraña que siempre seas el que hace desorden". Paso a paso, se va marcando una imagen de incapacidad, de impotencia, de fracaso temprano. También hay frases como "a mí no me hables", "quédate quieta y callada en el rincón", "dile a tu mamá que te bañe, porque hueles feo".
Miles y miles de actitudes y mensajes cotidianos arruinan la autoestima de los pequeños en el preescolar y en los primeros niveles de la primaria, y luego no entendemos por qué se vuelven violentos, sufren depresión o no rinden en sus estudios. Todo esto es fruto de la ignorancia total, que no permite desarrollar la sensibilidad que requiere el reconocimiento de las fortalezas y cualidades que siempre se pueden apreciar en las etapas iníciales del desarrollo.
Los niños y niñas saben montones de cosas, tienen una gran curiosidad por el mundo que los rodea, necesitan sentirse queridos y valorados. Desde luego, es necesario que aprendan a convivir con los compañeros, que gradualmente aprendan a respetar normas, que adquieran hábitos de trabajo escolar. Pero ellos no responden como los niños más grandes, ni como los adultos. Por eso, es necesario conocer sus códigos de comunicación y las cosas que los motivan y los vinculan con los demás.
Si bien las normas penales son indispensables para castigar a quienes cometen crímenes contra menores, la educación de toda la sociedad, para que aprenda a tratar a los niños pequeños, es la tarea más importante. Este es un desafío fundamental para las universidades, los medios de comunicación y todas las entidades que se dedican a los programas de infancia.