No es posible mejorar el nivel educativo del país si en ese propósito no confluyen todos los sectores de la sociedad. No sirve tener buenos maestros si su labor no es reconocida, si no disponen de instalaciones adecuadas y si el conjunto de la sociedad no se propone como un objetivo general mejorar las condiciones de vida de los niños y niñas que asisten a los colegios. Cualquier persona sensata reconoce que el progreso humano -incluyendo desarrollo económico, transparencia pública, convivencia pacífica y avances en la ciencia y la cultura, que constituyen el avance de las sociedades- depende casi exclusivamente del nivel educativo del conjunto de la población. Pueblos semiignorantes siempre tendrán la propensión a ser rebaños dóciles, apáticos frente al destino común y proclives a seguir a ciegas las promesas de paraísos que ofrecen los caudillos adictos al poder. Esto ya era claro para los griegos, y de ahí en adelante para todos los pensadores que han reflexionado sobre el destino humano. Pero la educación de los pueblos, la consolidación de la democracia y la riqueza de las naciones no se logra con escasos recursos financieros, centros educativos precarios y enunciación de currículos básicos. Por encima de todo esto se requiere un impulso colectivo, una decisión convertida en propósito social. Sin esta disposición de ánimo será difícil encontrar los cuantiosos recursos que se requieren para que niños provenientes de sectores sumidos desde siempre en la pobreza puedan acceder a los más altos umbrales del conocimiento. En estos días se abre el debate político que pretende prolongar indefinidamente la militarización del país, incluyendo el sostenimiento de un ejército enorme, compra de armas y demás arandelas que rodean los imaginarios guerreros que se han adueñado de los sueños colectivos. Los presupuestos de ciencia y tecnología siguen siendo insignificantes. Las universidades ya no pueden crecer más en las mismas plantas físicas. El dilema es entre cañones y mantequilla, como enseñaban en la facultad de Economía cuando estudiábamos los rudimentos de esa ciencia. Pero la respuesta no está en las fórmulas económicas, sino en el ánimo de la sociedad. La semana pasada tuvo lugar en Cartagena un importante Congreso Internacional sobre calidad de la educación, que convocó más de mil setecientas personas en el Centro de Convenciones y cerca de siete mil maestros que participaron en las discusiones, tanto en la ciudad sede como en Barranquilla. El encuentro tuvo un fuerte sabor caribeño, porque parte de su propósito era sembrar este ánimo de progreso educativo en los departamentos de la Costa Atlántica, con participación de académicos y expertos de muchos países del Caribe centroamericano. No cabe duda de que por aquí se comienza seriamente a construir calidad: sumando voluntades, estableciendo retos, reconociendo el valor de los maestros y las instituciones regionales, convocando universidades, empresarios y gobernantes. Pero también se debe dialogar con los estudiantes de primaria y secundaria, con los padres de familia. Mientras más sectores sociales puedan intercambiar utopías, más posibilidades habrá de encontrar los recursos para realizarlas. Se necesitaría mucho espacio para sintetizar los temas que se trataron. Pero resulta más significativo destacar la importancia de esta movilización social, que retoma el espíritu de los dos planes decenales de educación. Es evidente que hay progresos importantes en materia de oferta educativa en el país y hay que valorarlos, pero también es inocultable que la educación pública no le duele lo suficiente a quienes deciden las prioridades del país; entre otras cosas, porque quienes detentan y monopolizan ese privilegio tienen a sus hijos en la educación privada. Por eso, es necesario convocar sin descanso a pensar en la educación, para ver si en unos años la gente sale masivamente a la calle a exigir más educación y menos guerra. Francisco Cajiao |
EMANCIPACIÓN N° 934
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