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MALESTAR CON LA POLÍTICA EDUCATIVA


Edición Nro.: 76

Existe un malestar en la sociedad colombiana con la política educativa y universitaria del actual gobierno. Sin embargo, éste sostiene que su política educativa tiene la finalidad de realizar una revolución en el sector. La actual ministra de educación, Cecilia María Vélez, propone que se discuta la pertinencia de esta revolución. El autor elabora una reflexión sobre esta paradoja.

El malestar en la Universidad es un asunto local y global. Las protestas de profesores y estudiantes que reclaman calidad, además de estabilidad y salarios, es noticia cotidiana en Chile, Grecia, Italia y otros muchos países. Colombia no es la excepción. En los últimos años, ciudades como Bogotá se han visto sacudidas por masivas manifestaciones de sus estudiantes, que exigen un mejor trato para sus centros de estudio, además de interrogar a la sociedad en pleno por la política educativa y universitaria necesaria, además de posible, y por el profesional que la sociedad requiere.

La inquietud del cuerpo universitario se multiplicó con la llamada globalización, y el conjunto de transformaciones que aparejó en el mundo del trabajo, pero también en su división internacional, dentro de la cual nuestro país se asume como pieza sumisa de intereses y necesidades ajenas.

¿De qué se trata? ¿Educar o formar? ¿En qué campos hacerlo? ¿Qué universidad hace falta para ello? Lo que está en juego es la existencia misma de la Universidad como ciclo universal de formación de las nuevas generaciones, lo que peyorativamente se ha llamado universidad de masas.

La revolución educativa, nombre con el cual el gobierno colombiano ha bautizado su política universitaria es necesario asumirla en la plenitud de su semántica y no como si fuera un juego de palabras. ¿Qué puede significar hoy, cuando el neoliberalismo ha colapsado como propuesta global para resolver los problemas de la contemporánea sociedad del conocimiento la idea de una revolución educativa en la universidad?

Mirada a su cuerpo y su razón

La universidad ha sido una institución con destino paradójico. Los historiadores, sin excepción, reconocen el carácter plebeyo de su génesis. En los siglos XII y XIII, el debate y la confrontación con la Iglesia sobre el poder del conocimiento y la libertad de pensar fue la fragua donde los jóvenes y los sabios locos (recordar a Erasmo) le dieron forma a la universidad. Ese proceso plebeyo la legitimó como comunidad de sabios. Establecido ese carácter, los sabios convertidos en cuerdos y sensatos transformaron la universidad en una institución para formar las élites. Los exigentes ritos universitarios para el acceso y la consagración consolidaron su carácter cerrado y elitista. Sólo un puñado de personas formaba parte de la institución, y a esa pequeña élite se podía pertenecer por la vía de la genialidad. El concepto de genio elaborado por Kant en su crítica del juicio, a fines del siglo XVIII, le proporcionó un tinte filosófico a esa posición. La universidad, asumida como hogar de los genios, ha sido una constante.

Pero esta universidad, como hogar de genios, entró en crisis luego de la Segunda Guerra Mundial, y la expresión culminante de esa crisis fue Mayo de 1968. El detonante de esa crisis fue la ampliación de la matrícula y el acceso masivo de jóvenes a los centros universitarios. Este hecho socavó los fundamentos conceptuales y organizativos del trabajo universitario, como se había establecido. Quien le dio a esa debacle una elaboración sistemática fue Jean François Lyotard.

En el informe, financiado por el Consejo de la Universidad del Gobierno de Quebec, sobre el saber en las sociedades más desarrolladas, Lyotard se definió burlonamente como alguien que no sabe lo que sabe. Es decir, un filósofo posmoderno que escribe un informe sobre el saber. El informe se lo dedica al Instituto Politécnico de Filosofía de la Universidad de París VIII (Vincennes), “en el momento en que esta universidad se expone a desaparecer y ese instituto a nacer” (1).

En su informe, Lyotard presenta una perspectiva planetaria de transformación radical del modo como los capitalistas ponen la ciencia al servicio de la ganancia. Este modo, dice, se cristaliza en la ecuación riqueza, eficiencia y verdad. La génesis de esa ecuación de tres términos la produce la revolución industrial, que funciona con la siguiente regla: no hay técnica sin riqueza pero tampoco riqueza sin técnica. A ese respecto, plantea que “un dispositivo técnico exige una inversión, pero, dado que optimiza la actuación a la que se aplica, puede optimizar también la plusvalía que resulta de esta mejor actuación”. Y agrega el siguiente comentario: “Es más el deseo de enriquecimiento que el de saber lo que impone en principio a las técnicas el imperativo de mejora de las actuaciones y de la realización de productos. La conjugación ‘orgánica’ de la técnica con la ganancia precede a su unión con la ciencia” (2).

A partir de esas nuevas premisas de funcionamiento del capitalismo planetario, Lyotard plantea su idea de una ciencia posmoderna. La Universidad resultaba siendo poco funcional para el desarrollo de esa nueva fuente de plusvalía capitalista. El informe es un excelente diagnóstico de la situación de crisis de la universidad en las nuevas condiciones a las cuales llamó genéricamente posmoderna. En esas nuevas condiciones, el oficio de profesor era un arcaísmo que debía desaparecer. A ese respecto sostenía: “Parece seguro que en los dos casos, la deslegitimación y el dominio de la performatividad son el toque de agonía de la era del Profesor: éste no es más competente que las redes de memoria para transmitir el saber establecido, y no es más competente que los equipos interdisciplinarios para imaginar nuevas jugadas o nuevos juegos” (3).

El profesor se desvanece en el aire, e igual sucede con la idea de la autonomía del investigador. Lyotard concluye, con lógica implacable, que quien define las condiciones de la investigación en la ciencia posmoderna es el administrador: “El criterio de performatividad es invocado explícitamente por los administradores para justificar la negativa a habilitar cualquier centro de investigación” (4).

Los jóvenes estudiantes que ingresan en la universidad no pueden desvanecerse; quedan como desempleados que ni siquiera figuran en las estadísticas: “Los jóvenes presentes en la Universidad son, en su mayor parte, parados no contabilizados en las estadísticas de demanda de empleo. Son, en efecto, excedentes con respecto a las salidas correspondientes a las disciplinas en las que se los encuentra” (5).

En estas nuevas condiciones, las políticas universitarias son realmente acuerdos entre administradores y empresarios. La retórica de la eficiencia, la productividad, la evaluación, los estándares, los créditos, se constituyen en indicadores plenos de ese hecho. Esa retórica es planetaria, aunque asume formas locales.

Hastío

El malestar que hoy se vive en las universidades es la expresión del hastío que ese modo de existencia ha creado. En 1998, Jacques Derrida se ocupó de tal malestar en la Universidad de Stanford, en California. En una serie de conferencias que tituló “La Universidad sin condición”, abocó este centro de estudios principalmente desde la idea del fin del trabajo. Esta idea, trabajada por Marx en su investigación de la gran industria y de las premisas creadas por ella para hacer el tránsito del reino de la necesidad al de la libertad, la aborda Derrida a partir de los trabajos del economista norteamericano Jeremy Rifkin, quien en 1995 publicó un libro con el título de El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contrapuestas de trabajo: el nacimiento de una nueva era.

Derrida polemiza con Rifkin acerca de las implicaciones que tienen las revoluciones científico-tecnológicas iniciadas con el surgimiento de la gran industria en el futuro del capitalismo planetario, y en la posibilidad y la necesidad de una sociedad poscapitalista. A ese respecto, reconoce los aportes de Marx y Lenin en la visualización de ese horizonte: “Esta problemática del susodicho ‘fin del trabajo’ no estaba ausente de algunos textos de Marx y Lenin. Este último asociaba la reducción progresiva de la jornada de trabajo con el proceso que llevaría a la completa extinción del Estado” (6).

Respecto a la universidad, retoma el planteamiento de Lyotard sobre el fin de la era del profesor, complementándolo con la idea de la necesidad del profesorado: “Estamos asistiendo al fin de una determinada figura del profesor y de su supuesta autoridad, pero –como he dicho suficientes veces– creo en una determinada necesidad del profesorado” (7). Pero la existencia de un profesorado y un alumnado implican la presencia de la universidad, lo que no resulta funcional para el capitalismo planetario, como ya lo vimos. Esa es en términos aquí sintéticamente delineados la situación dada hoy en la universidad.

El malestar que los estamentos básicos de la ya casi milenaria realidad de la universidad ponen de manifiesto responde al modo como el capital y los capitalistas abordan las ciencias y las tecnologías como fuente de plusvalía. La sociedad construida alrededor de la apropiación de la plusvalía, en las condiciones de las revoluciones científico-tecnológicas que Lyotard caracterizó como postmodernas, no necesita la universidad. En sentido contrario, la construcción de una sociedad poscapitalista no puede prescindir de la tradición plebeya que está en la génesis de la universidad. Esta tradición considera la experiencia del conocimiento como un hecho intrínseco a la humanidad, y no un privilegio de las élites. Borges, el humanista, lo formula en los siguientes términos en su ensayo “Pierre Menard autor del Quijote”: “Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas, y entiendo que en el porvenir lo será” (8).

El porvenir de la experiencia universitaria en una sociedad postcapitalista está en juego aquí y ahora. Esa problemática tiene su modo local de manifestarse pero hoy recorre el planeta, no precisamente al modo de un fantasma sino como actos reales de lucha en Chile, Grecia, España, Francia, Colombia. El malestar en la universidad es asunto local y global.

Lo global compromete una perspectiva sintética de la experiencia humana. La humanidad está enfrentada a retos planetarios cuya solución sólo es posible por la acción conjunta de ciudadanos ilustrados. La formación de esas personas es tarea que tiene en la universidad la clausura de un proceso de apropiación del patrimonio común de la humanidad, y que habilita a quien lo concluye para las tareas del mantenimiento de ese patrimonio y su enriquecimiento. Asuntos como el cambio climático, la preservación de la biosfera, el cuidado de la biodiversidad, y proyectos complejos como el de la exploración espacial, el proyecto genoma humano y otros requieren el esfuerzo convergente de profesionales y científicos de las ciencias de la mente, de las ciencias de la vida y de las ciencias de la administración racional de la abundancia.

La universidad que es necesario construir para superar el actual malestar no es posible sin una revolución educativa permanente. Esta tarea tiene sus modos locales de ser asumida, y en el caso colombiano esa empresa es urgente; ella es una premisa básica para enfrentar los problemas de pobreza, violencia, narcotráfico, y ausencia de democracia política y democracia económica. La solución de esos problemas permitirá abordar de modo creativo el cuidado de la riqueza de la Amazonia, la Orinoquia, el Pacífico, el Macizo Andino, para mencionar ámbitos geográficos y biológicos específicos. La permanente revolución educativa, como horizonte de la actuación cultural y política, es un reto que nos plantea el actual malestar en la universidad.

1 Lyotard, J. F. La condición postmoderna, Ed. Catedra. Madrid, 1989, p. 11.
2 ibíd., p. 84.
3 ibíd., p. 98.
4 ibíd., p. 88.
5 ibíd., pp. 91-92.
6 J. Derrida. Universidad sin condición, Ed. Trotta. Madrid, 2002.
7 ibíd., p. 69.
8 J. L. Borges. Narraciones, Ed. Oveja Negra, Bogotá, 1983, p. 64.

http://www.eldiplo.info/mostrar_articulo.php?id=874&numero=76

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