Jorge Gómez Barata (especial para ARGENPRESS.info)
En la búsqueda del buen gobierno, sueño ancestral de la humanidad, la idea de sociedades gobernadas por sabios (sofocracia) es de las más antiguas. La intención original no fue sólo asociar el gobierno a la sabiduría, sino usar la ilustración para contener la arrogancia del poder que suele imponer la arbitrariedad a la razón.
La idea sostenida por los hombres más sabios de todas las culturas antiguas y los socialistas utópicos, se elevó hasta proponer una especie de gobierno de Dios, ejercido por papas, imanes o sacerdotes. Semejantes enfoques, todavía vigentes en regiones del Oriente, fueron abandonados en occidente desde el fin de los estados pontificios (1870) y cuando, tras el triunfo de las revoluciones en Norteamérica y Francia el liberalismo concretó la separación de la Iglesia y el Estado.
En algunas culturas, por ejemplo en la India se predicó que, en caso de irrupción en la línea sucesoria, se escogiera a un mendigo para gobernar. Tal vez, en la filosofía del poder y en la ética de Mahatma Gandhi, se perciben restos de aquella concepción. A la no violencia militante, el fundador de la India moderna, sumó un ascetismo a toda prueba. Capaz de soportar esfuerzos extenuantes, alimentarse con frutas y agua, no probar alcohol, carne ni leche y practicar el celibato. Sin un disparo y sin proferir ofensas, con humildad Gandhi derrotó al Imperio Británico.
Al menos en occidente esas ideas perdieron vigencia tras el triunfo del liberalismo y el despliegue de la democracia, que supuso el reconocimiento de la soberanía popular, fruto de una especie de inteligencia o sabiduría colectiva que, por decepcionante que haya sido, sobre todo para las naciones del llamado Tercer Mundo, prevalece porque la cultura humana no ha elaborado nada mejor y, cuando ello ocurra, nadie tendrá que imponerlo.
El papel de la ciencia (no de los científicos) en la política fue reivindicado y elevado a planos nunca vistos por los socialistas marxistas que mediante la Revolución bolchevique de 1917 tomaron el poder en Rusia y se propusieron construir una nueva sociedad sobre bases presuntamente científicas. El proyecto fracasó, entre otras cosas porque faltó universalidad, hubo excesos sectarios, se impuso el dogmatismo y en los hechos, los científicos sociales lejos de ser tomados en cuenta fueron contenidos, manipulados y reprimidos.
El hecho de que en los treinta años de gobierno de Stalin y durante toda la época soviética, el marxismo fuera vulgarizado y simplificado hasta límites extremos y en su peor versión, fuera impuesto virtualmente como única concepción del mundo y ciencia social capaz de ofrecer todas las respuestas, provocó un dramático estancamiento.
Ningún pensamiento científico y ninguna ciencia natural o social necesita que administrativamente se le acredite como tal, menos aun que lo haga algún movimiento o líder político, como ocurrió con el llamado “Marxismo-Leninismo”, una denominación que obviamente no se puede atribuir a Marx ni a Lenin.
El pensamiento de Marx tiene una innegable relevancia científica y sus postulados teóricos y metodológicos básicos, están presentes en la sociología y en todas las disciplinas sociales modernas y, en tanto que concepción del mundo, participa en los desarrollo de la filosofía e incluso de algún modo puede que contribuye al desarrollo de las ciencias naturales, sin que por ello constituya una ciencia particular.
No tengo dudas de que inspirados en las ideas de Marx e iniciados en el pensamiento social avanzado de todas las épocas y de todas las escuelas, sin sectarismo, exclusividades ideológicas o exclusiones a priori, los científicos sociales pueden realizar importantes contribuciones en la elaboración y adopción de políticas apropiadas a las circunstancias y a las metas de las vanguardias políticas en diferentes sociedades, especialmente en aquellas que escogen el socialismo como opción.
El problema mayor no radica sin embargo en las ciencias sociales ni en los científicos, sino en las instancias de dirección de la sociedad y en los órganos de poder político que no sólo tienen el deber de promover el desarrollo de todas las ciencias, sino también la obligación de aprender a utilizar aquellas que pueden elevar la eficiencia de la gestión.
Desde los años setenta escucho decir que las ciencias naturales y aplicadas se han convertido en parte de las fuerzas productivas, lo que nunca he oído es que las ciencias sociales desempeñen un papel equivalente en el diseño de las metas y de las políticas y en la gestión de gobierno. El socialismo pudiera hacer la diferencia. Está por ver.