El neofascismo nos coloca frente una emergencia.
Lecciones leninistas para el combate contra la extrema derecha.
VALERIO ARCARY
TRADUCCIÓN: ROLANDO PRATS
Disturbios en Nevsky Prospek (Petrogrado), el 4 de julio de 1917.
En esta alocución pronunciada en español el pasado 3 de febrero de 2024 en la serie internacional de eventos Leninist Days/Jornadas leninistas, Valerio Arcary reactiva cuatro giros tácticos efectuados por Lenin entre febrero y octubre de 1917, transformándolos en eficaz herramienta metodológica directamente aplicable al análisis de las condiciones, los actores, las apuestas y los objetivos —pero también los distintos momentos, fases, tiempos, de toda política—de la lucha contra el auge de la extrema derecha en América Latina y en todo el mundo.
El legado leninista —apunta Arcary— tiene un peso enorme en el marxismo, pero en el debate sobre las tácticas del combate contra la extrema derecha la cuestión decisiva radica en el hecho de que en Rusia, en 1917, no habría podido consolidarse un régimen liberal-democrático. La disyuntiva real era entonces Lenin o Kornilov, revolución socialista o dictadura contrarrevolucionaria. No nos encontramos hoy ante la misma disyuntiva. No porque no exista peligro alguno de que se instauren regímenes de extrema derecha, sino porque no estamos en una fase de revolución inminente.
Persiste, sin embargo —nos advierte Arcary—, el peligro de que después de tantas décadas subestimemos el peso de nuestra propia inercia mental. ¿Y si fuéramos víctimas de un autoengaño? La pregunta que podemos o debemos hacernos es si los actuales regímenes democráticos están gravemente amenazados por el avance arrollador de la extrema derecha, en sentido general, y, más concretamente, de la influencia de las corrientes neofascistas en su seno y si —en contra de la fórmula marxista clásica— la extrema derecha pudiera desembocar en el neofascismo en ausencia de todo peligro de revolución.
El texto que sigue es la traducción de la versión original en portugués, ampliada y revisada por el autor, con ocasión de su publicación en Jacobin América Latina [Nota del traductor].
La izquierda subestima el peligro de la extrema derecha
Sincericidio. Sinceridad al borde del suicidio, impulso autodestructivo. En el seno de la izquierda las polémicas suelen ser ásperas, pero a la hora de la aspereza en los debates nadie supera a los argentinos. Recomiendo pensárselo dos veces. Lo cierto es que la situación en Argentina ha ido de mal en peor. La solidaridad internacional con la resistencia popular contra las embestidas del gobierno de Javier Milei desempeña un papel sumamente importante. No obstante, esta vez el blanco de mis críticas será un sector de la izquierda marxista argentina —sin que por ello ese sector deje de ser acreedor de todo nuestro respeto— que se abstuvo de votar en la segunda vuelta. El voto nulo —que se abstrajo de lo que significaba la candidatura de extrema derecha de Milei— me pareció un gesto antileninista. Algo más cercano al trotsko-anarquismo que a otra cosa.
Permítaseme hacer dos prudentes aclaraciones sobre la ola de extrema derecha actualmente en ascenso. En primer lugar, la cuestión central del análisis no puede ser otra que el reconocimiento del peligro real e inminente de que movimientos de inspiración neofascista obtengan nuevas victorias. Toda política supone una sucesión de coyunturas, momentos, flujos, reflujos, secuencias. ¿Quién está a la ofensiva y quién a la defensiva? El grueso de la burguesía argentina no subestimó al peronismo, pues lo conoce bien. Fue una fracción de esa burguesía la que subestimó a Milei, porque hasta la víspera de las elecciones creyó en la posibilidad de que Patricia Bullrich se alzara con la victoria. Milei aparecía como un aliado instrumental. El hecho de que la contienda se desenvuelva en el marco de democracias liberales no atenúa el peligro autoritario que amenaza las libertades democráticas si para triunfar en las elecciones tiene que ocurrir —en virtud de un gradual endurecimiento bonapartista— lo que ha ocurrido en Argentina.
Hasta hace un año, la estrategia consistente en no votar «ni por uno ni por otra» —ni por Sergio Massa ni por Bullrich— no dejaba de tener lógica, porque ello significaba luchar por constituir un tercer campo: el de la oposición de izquierda al gobierno de Alberto Fernández. Desde el punto de vista táctico, sin embargo, esa estrategia dejó de ser válida ante el peligro inminente de la victoria de Milei en la segunda vuelta.
Un posicionamiento estratégico que tenga como divisa «ni una cosa ni la otra» no debería convertirse en táctica permanente e indefinida que gire en torno a ese eje. Sobre todo cuando la situación ha dado un giro, como me parece que ha sido el caso, al menos desde lejos. Massa no merecía que se le diera apoyo alguno, pero la lucha contra Milei pasó a ocupar el centro. Denunciar a Milei como al mayor de los peligros, incluso llamando a votar en su contra, no es lo mismo que apoyar políticamente a Massa.
La situación habría sido mucho mejor, por supuesto, si una oposición de izquierda hubiese conquistado una posición de mayor peso en el seno de la clase trabajadora. Desafortunadamente, no fue así.
Lenin en 1917
La claridad estratégica de Lenin se puso de manifiesto en cuatro giros tácticos durante el dramático intervalo transcurrido entre febrero y octubre de 1917. En primer lugar, cuando postula en las Tesis de abril el paso a la fase insurreccional de la revolución, con las que el bolchevismo reclama su independencia respecto del gobierno provisional, reafirma su compromiso con los obreros y soldados de los soviets y con el campesinado y lanza las consignas de «Paz, pan y tierra» y «Todo el poder a los soviets». En segundo lugar, cuando se pronuncia contra el precipitado intento de derrocar al gobierno de Kerensky durante las Jornadas de Julio. En tercer lugar, cuando propugna la formación del frente unido con Kerensky contra el golpe de Kornilov. En cuarto, cuando de nuevo aboga por la necesidad de la insurrección.
Echaré mano de una extraña metáfora. Lenin cambia de velocidad cuatro veces en función del trazado de una carretera que tiene no una sino numerosas curvas, subidas y bajadas. Se pronuncia por avanzar en abril, por mantener posiciones en julio, por retroceder en agosto y, finalmente, por activar el cuarto engranaje y acelerar en septiembre, tras el fracaso del Pre-parlamento. Leninismo no significa avanzar, avanzar, avanzar, a cualquier precio, sin que importen los riesgos. Tampoco es quietismo, ¡cuidado, cuidado, cuidado!
Hay un primer momento, de abril a julio, en que se impone la paciencia a fin de salvaguardar la propia independencia y ejercer presión; hay un segundo momento, en que de lo que se trata es de abstenerse de aventuras y mantener posiciones; hay un tercer momento, en que la situación exige la retirada y formar un frente unido contra Kornilov y, por último, hay un cuarto momento, en el que ha llegado otra vez la hora de contraatacar en toda la línea y pasar a la insurrección. La verdadera línea leninista —no su idealización simplificada— jamás consistió en «ninguna confianza en los reformistas»—como hizo bien en recordar Martín Mosquera en un reciente artículo para Jacobin América Latina—, «sino en romper con la burguesía».
Desde ese posicionamiento por reivindicaciones concretas en diálogo con una mayoría del pueblo que seguía confiando en los mencheviques y eseristas, la línea leninista conoció diferentes inflexiones, movimientos, curvas. Los dos ejemplos más «espectaculares» fueron el giro en favor de la defensa de la táctica de un frente único obrero o de izquierda contra el peligro de un golpe korniloviano o fascista y el giro en favor de la insurrección. El primero inspiró más tarde las decisiones de la III Internacional en su tercer y cuarto congresos. Escribió Lenin:
Es posible que estas líneas lleguen demasiado tarde, pues a veces los acontecimientos se suceden con una velocidad verdaderamente vertiginosa. Escribo esto el miércoles 30 de agosto; sus destinatarios no lo leerán antes del viernes 2 de septiembre; con todo, y por si acaso, considero mi deber escribir lo siguiente:
La sublevación de Kornilov representa un viraje de los acontecimientos en extremo inesperado (inesperado por el momento y por la forma) e increíblemente brusco.
Como todo viraje brusco, exige una revisión y un cambio de táctica. Y, como toda revisión, con ésta hay que ser muy prudente para no faltar a los principios. (…)
¿En qué consiste, entonces, el cambio de táctica tras la sublevación de Kornilov? Consiste en que ha cambiado la forma de nuestra lucha contra Kerensky. Sin que se haya debilitado ni un ápice nuestra hostilidad contra él, sin retractarnos de una sola palabra dicha en su contra, sin renunciar al objetivo de derrocar a Kerensky, hoy decimos: hay que tomar en cuenta el momento; no vamos a derrocar a Kerensky de inmediato; ahora encaramos de otra manera la tarea de luchar contra él; es decir, haciendo ver al pueblo (que lucha contra Kornilov) la debilidad y las vacilaciones de Kerensky. Antes también lo hacíamos, pero ahora esa tarea pasa a ser la fundamental: en eso consiste el cambio.
El cambio consiste, además, en que ahora hacemos pasar a un primer plano la tarea de intensificar la agitación en favor de lo que podríamos llamar «exigencias parciales» a Kerensky: que arreste a Milyukov, que arme a los obreros de Petrogrado, que llame a Petrogrado a las tropas de Kronstadt, de Viborg y de Helsingfors, que disuelva la Duma de Estado, que arreste a Rodzyanko, que legalice la entrega de las tierras de los terratenientes a los campesinos, que implante el control obrero sobre el trigo y las fábricas, y así sucesivamente. Y esas exigencias no las debemos presentar sólo a Kerensky, no tanto a Kerensky como a los obreros, a los soldados y a los campesinos, ganados por la marcha de la lucha contra Kornilov[[1]].
Hay leninistas que todavía concuerdan con el segundo y tercer giros, pero no con el primero y el cuarto, que se les antojan sectarios. A la inversa, están quienes reivindican el legado de las Tesis de abril y la insurrección de Octubre, pero no tanto el del segundo giro —la resistencia a la radicalización de julio y el papel de la contención—, ni el de la unidad con Kerensky contra Kornilov. Prefiero a quienes concuerdan con todos ellos.
La política es el arte de la flexibilidad táctica. Ésta debe tener como punto de apoyo el análisis de la correlación de fuerzas que establece un límite a las posibilidades, siempre que ese análisis esté anclado en principios firmes. Mal vamos cuando prevalecen la rigidez táctica y la insolencia estratégica. Frente al peligro de la extrema derecha, el más importante de esos cuatro giros hechos por Lenin es el tercero, ya que el factor decisivo fue la actitud favorable de los soviets hacia la formación de un frente único con la mayoría que aún apoyaba a Kerensky, lo que allanó el camino para su transformación en mayoría. En Rusia, todo se aceleró por la gravedad y la urgencia de una situación objetiva extrema: las consecuencias desesperadas de la derrota militar ante el ejército alemán.
El peligro contrarrevolucionario
La rusificación de la III Internacional favoreció una universalización de modelos y de políticas que contaminaron los propios análisis, pues las fórmulas inspiradas en la idea de que existen patrones que se repiten a lo largo de la historia son sumamente tentadoras. En efecto, existen patrones. Pero ¿qué era universal y qué peculiar, específico o incluso exclusivamente ruso? El peligro está en considerar universal lo que era estrictamente ruso. Y perder de vista lo que de hecho terminó siendo universal.
¿Qué se ha llegado a reconocer como universal? La táctica insurreccional basada en la dualidad de poderes, precipitada por la autoridad de los soviets en una situación revolucionaria. Hasta la puesta en marcha de la restauración capitalista en la URSS, esa estrategia prevaleció como paradigma en la izquierda radical de todo el mundo.
Pero con el fin de la URSS, la mayoría de la izquierda mundial descartó esa posibilidad que habría sido expresión de la excepcionalidad rusa: una revolución contra una dictadura tiránica y anacrónica, a la cabeza de un imperio decadente que oprimía a decenas de naciones como colonias internas, un inmenso continente euroasiático de economía agraria, pero que también era la quinta potencia industrial del mundo. La revolución rusa habría sido única.
El hecho es que en los países centrales, sobre todo en Europa —si fuéramos a resumir una historia más bien larga—, los regímenes liberal-democráticos se consolidaron desde hace ya generaciones. En algunos países, como en Portugal, España y Grecia, ello ocurrió más tardíamente, pero en todo caso hace ya medio siglo. Ante esa realidad, se hizo inevitable poner al día la estrategia. Surgieron no pocas hipótesis, algunas más prometedoras, otras menos. Se extrajeron lúcidas conclusiones.
Persiste, sin embargo, el peligro de que después de tantas décadas subestimemos el peso de nuestra propia inercia mental. ¿Y si fuéramos víctimas de un autoengaño? La pregunta que podemos o debemos hacernos es si los actuales regímenes democráticos están gravemente amenazados por el avance arrollador de la extrema derecha, en sentido general, y, más concretamente, de la influencia de las corrientes neofascistas en su seno.
El legado leninista tiene un peso enorme en el marxismo. Pero en el debate sobre las tácticas en la lucha contra la extrema derecha, a mi juicio la cuestión decisiva es el hecho de que jamás se haya planteado la cuestión de que si hubiese podido consolidarse o no un régimen liberal-democrático en Rusia. La disyuntiva real era Lenin o Kornilov, revolución socialista o dictadura contrarrevolucionaria. Esa conclusión no debe llevarnos a creer que hoy nos encontramos ante la misma disyuntiva. No es ese el caso. Pero no porque no exista el peligro de que se instauren regímenes bonapartistas de extrema derecha, sino porque no estamos ante una fase de revolución «inminente».
No fue la burguesía rusa la que lanzó la insurrección para derrocar al Estado semifeudal de los Romanov en febrero de 1917, pero fue esa burguesía la que impidió que el gobierno provisional del príncipe Lvov firmara por separado la paz con Alemania: los capitalistas rusos se mostraron demasiado débiles, por un lado, para romper con sus socios europeos, y, por el otro, para asegurarse su dominación por métodos electorales en la república que nacía de manos de la insurrección proletaria y popular. No fue por descuido que se no empeñaron en convocar a elecciones a la Asamblea Constituyente. Fue por cálculo.
Tampoco esa burguesía fue la que envió a sus hijos a las trincheras a que fuesen masacrados, pero sí fue la que apoyó a Kerensky cuando éste insistió en lanzar a campesinos uniformados a ofensivas suicidas contra el ejército alemán. La presión de Londres y París exigía que se mantuviera el Frente Oriental, pero la presión de un proletariado poderoso y combativo —en relación proporcional con una burguesía con poco «instinto de poder» por causa de su sumisión a la monarquía— exigía el fin de la guerra; las corrientes más fuertes de la izquierda socialista —mencheviques y eseristas— se rehusaban a hacerse con el poder por sí solas, pues no deseaban romper con la burguesía, al tiempo que los bolcheviques, en minoría hasta septiembre, se negaron a unirse al gobierno de colaboración de clases y a romper con las exigencias populares. Aunque tampoco los bolcheviques estaban interesados en derrocar a ese gobierno sin poder asumir las consecuencias de ese acto. Ni tenían interés en aventurarse a hacerlo mientras no se asegurasen una mayoría entre los trabajadores en todo el país. Y esa posición resultó a la postre decisiva, especialmente durante las Jornadas de Julio.
Cuando Kerensky perdió el apoyo de las clases trabajadoras, la burguesía rusa apeló al general Kornilov para que resolviera con las armas lo que no podía resolverse con argumentos. Había quedado atrás el tiempo de las elecciones a la Asamblea Constituyente. La burguesía rusa perdió la paciencia con Kerensky y rompió con la democracia, dos meses antes de que el proletariado perdiera la paciencia con sus dirigentes y recurriera a una segunda insurrección para poner fin a la guerra.
El fracaso del putsch selló el destino de la burguesía rusa. En las terribles horas de agosto, el proletariado y los soldados encontraron en los bolcheviques el partido dispuesto a defender con su vida las libertades conquistadas en febrero. Sin el apoyo de la burguesía y sin el apoyo de las masas, suspendido en el aire, el gobierno de Kerensky—con sus aliados reformistas—buscó ayuda en el Pre-parlamento, pero la legitimidad de la democracia directa de los soviets pesaba más que la representación indirecta de cualquier asamblea: se había agotado el tiempo de las negociaciones con la Entente, se había desaprovechado la oportunidad histórica de la república burguesa. Ya era demasiado tarde.
El engranaje de la revolución permanente empujaba a los sujetos sociales interesados en el fin inmediato de la guerra —el grueso del ejército y de los obreros— hacia una segunda revolución y jugaba a favor de los bolcheviques, quienes en el espacio de unos meses vieron aumentar su influencia. Por su parte, no fue sino hasta después del intervalo transcurrido entre febrero y octubre que el proletariado y los campesinos pobres vieron desvanecerse sus ilusiones respecto del gobierno provisional —en el que habían depositado sus esperanzas aquellos partidos, como los mencheviques y los eseristas, que eran incapaces de garantizar la paz, la tierra y el pan— y depositaron su confianza en los soviets en cuyo seno se afirmaba el liderazgo de Lenin y de Trotsky.
Años después, Martov —líder de los mencheviques internacionalistas— y Kautsky —líder de la socialdemocracia alemana— insistieron en que Octubre había sido una aventura voluntarista. Acusaron de golpistas a los bolcheviques por haber hecho la revolución: querían que los bolcheviques construyeran el régimen liberal-democrático cuando la burguesía rusa había apoyado los métodos de la guerra civil para defender la propiedad privada.
Por ironías de la historia, en la Rusia de 1917 —anticipándose a un movimiento histórico que más tarde se generalizaría en Europa— los partidos menchevique y socialista revolucionario (eserista), que habían nacido como organizaciones obreras y populares, se convirtieron en portavoces de la pequeña burguesía y de las incipientes clases medias urbanas: colchón de amortiguamiento de la lucha de clases entre el Capital y el Trabajo, y en los posteros defensores de un régimen liberal-democrático, incluso después de que la burguesía hubiera abrazado el plan de una dictadura fascista, la cual podría adornarse con una corona monárquica.
Sería más prudente, sin embargo, concluir que una vacilación bolchevique en octubre, o su derrota en la guerra civil entre 1918 y 1920, habría llevado al poder —apoyado por las democracias de Washington y Londres— a un fascismo ruso. Y nadie debería desear tener qué imaginar cómo habría sido un «Hitler» en el Kremlin.
¿Contrarrevolución sin revolución?
Deberíamos buscar hipótesis que nos ayuden a explicarnos por qué lo mejor de la izquierda marxista mundial subestima al neofascismo. No sé cuántos concurran con este juicio, pero creo que ese es el caso. Como en cualquier problema complejo, sin duda son muchos los factores. El dogma que hemos heredado, entre otras muchas herencias, es que el apoyo de las fracciones burguesas al fascismo surge como respuesta al peligro real e inminente de una crisis revolucionaria. O, lo que es peor, al peligro de una revolución. Si no hay peligro de revolución, ¿por qué existiría entonces el peligro de una ola neofascista?
¿Acaso no estaremos exagerando? ¿Existirá algún objetivo que sea común a Bolsonaro y a Milei, а Chega en Portugal, a Vox en el Estado español, a Marine Le Pen en Francia y a Trump en Estados Unidos? ¿No urgirá la tarea de dilucidar la circunstancia de que nos encontramos ante una oleada de movimientos de extrema derecha que obedecen a un proyecto estratégico incompatible con los regímenes democráticos?
¿Y si la extrema derecha pudiera desembocar en el neofascismo en ausencia de todo peligro de revolución? ¿Y si esa fórmula «clásica», heredada de los años treinta del siglo pasado —el peligro de nuevos octubres— no fuera acertada o hubiese dejado de serlo por los enormes cambios que se han producido en los últimos treinta años desde la restauración capitalista?
Es más, me pregunto: ¿Y si esta fuera una conclusión unilateral inspirada por la autoridad del «modelo bolchevique», por el peso de la herencia histórica? ¿Y si no fuera sólo ante el peligro de revolución que el neofascismo se gana el apoyo de una fracción de la burguesía? ¿Y si no hiciera falta tanto, ni algo tan grave como una revolución?
¿Y si a la necesidad de subversión autoritaria de los regímenes democráticos se une la necesidad de ajustes que reduzcan o incluso anulen las conquistas sociales de las generaciones que nos precedieron? ¿Y si el objetivo estratégico de la ultraderecha es destruir las reformas logradas en los países centrales en los treinta años transcurridos desde la guerra? Derechos que en algunos países latinoamericanos llegaron muy tarde, y a cuentagotas, pero que fueron conquistas de la durísima lucha contra las dictaduras de los años sesenta y setenta ¿Y si la crisis del capitalismo occidental, y la rivalidad que provoca el ascenso de China, exigiera una rotación más rápida del capital y una acumulación igualmente más rápida que garantice tasas de inversión más elevadas, como explica Michael Roberts?
Consideremos la siguiente hipótesis. ¿Y si una fracción de la burguesía mundial hubiese llegado a la conclusión de que con los regímenes democrático-electorales no es posible llevar hasta el final los ajustes económico-sociales necesarios para que la Troika mantenga su liderazgo en el sistema internacional de Estados? ¿Y si temieran más a China que a una revolución proletaria mundial?
¿Una crisis estructural de la democracia burguesa?
Décadas de golpes de Estado parecían haber dado la razón al pronóstico hecho por Trotsky en conversaciones con Mateo Fossa, dirigente sindical argentino, en los años 30, en las que advertía de que la estabilización de regímenes democrático-electorales duraderos era improbable, incluso en América Latina, por no hablar de África y Asia. Además de dogmatismo, creo que deberíamos tener el valor de preguntarnos si esa subestimación del peligro de la extrema derecha no reside también en la idealización de la estabilidad de los regímenes democráticos.
Vengo de una generación que dudó apasionadamente, durante los años setenta y hasta finales de los ochenta, de la posibilidad de regímenes democráticos liberales duraderos en América Latina. Sin embargo, desde los años ochenta, en cierta medida esos regímenes se han estabilizado. Más en Argentina que en Brasil, más en Brasil que en Perú o Bolivia. ¿No deberíamos ahora abrir los ojos y despejar la mente; en otras palabras, abrazar un sano empirismo leninista? Trotsky era demasiado aficionado a las fórmulas y a los modelos teóricos. Lenin tardaba más en sacar conclusiones y se cuidaba de hacer predicciones.
Tenemos como antecedente a Fujimori, quien luego de ganar las elecciones en los años noventa, en plena insurgencia de Sendero Luminoso, procede a dar un «autogolpe» para imponer un régimen bonapartista, al que siguieron golpes institucionales en Honduras, Paraguay y, por último, y de forma mucho más severa, en Brasil.
¿Acaso no podemos concluir que existe al menos el esbozo o la posibilidad de un patrón? Brasil es un ejemplo de máxima gravedad. Porque Brasil ocupa en el mundo un lugar importante. Sin el golpe que tomó la forma «legal» del enjuiciamiento político (impeachment) del gobierno de Dilma Rousseff, después de cuatro victorias presidenciales sucesivas del PT y la probable victoria de Lula en 2018, es imposible entender la victoria de Bolsonaro, quien durante sus cuatro años de gobierno trabajó tanto con la hipótesis del golpe como con la táctica de la reelección.
Por tanto, se nos revela con toda claridad el dilema ante el cual nos encontramos: ¿no debería el leninismo de nuestra época dar prioridad a la lucha contra la extrema derecha? Por supuesto, no podemos dejar de denunciar el peligro del calentamiento global. No podemos dejar de denunciar la masacre que el Estado de Israel está llevando a cabo en Gaza. No podemos dejar de lado la solidaridad con las luchas populares que tienen lugar en nuestros países. No podemos dejar de denunciar las amenazas racistas, sexistas y LGTBUIfóbicas que nos rodean.
Todas esas causa son justas y necesarias. Pero no podemos luchar con la misma intensidad en todos los frentes. Allí donde la extrema derecha se acerque peligrosamente al poder, no podemos dejar de librar el combate político que se requiere para derrotarla.
El neofascismo nos coloca frente una emergencia.
El leninismo exige una respuesta a la cuestión del poder.
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Notas
[1] Véase «Al Comité Central del POSDR», en https://www.marxists.org/espanol/tematica/histsov/actas/acta13.htm. Se ha modificado la traducción. Escrito el 30 de agosto (12 de septiembre) de 1917. Publicado por primera vez el 7 de noviembre de 1920, en el número 250 de Pravda. [Nota del T.]
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