Sin perspectiva de una paz duradera, el conjunto de los pueblos del planeta espera un cese de los bombardeos, un alto el fuego que termine momentáneamente con las imágenes del terror que se han reproducido desde el 7 de octubre
El Estado de Israel ha llevado a cabo la peor matanza de palestinos desde su fundación. Las protestas en todo el mundo han resquebrajado la imagen internacional de un país que se apoya en el Gobierno de EE UU para proseguir con su plan de anexionarse todo el territorio de Palestina.
Un palestino rescata a un bebé prematuro que estaba junto a su madre cuando ésta murió en un ataque aéreo israelí dirigido contra su casa en la ciudad de Gaza, el 11 de octubre de 2023. MOHAMMED ZAANOUN/ ACTIVESTILLS
Pablo Elorduy
@pelorduy
7 FEB 2024 06:04
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Desde el 7 de octubre de 2023, Jessie Stoolman, investigadora nacida en Estados Unidos, judía y antisionista, está pendiente de lo que ocurre en Gaza. Como otras militantes y activistas, no se resigna a estar siempre triste y a pensar que no puede hacer nada. Por eso, ella contactó con El Salto para explicar todo lo que se puede lograr a través de la movilización contra una atrocidad justificada en el nombre de los propios valores occidentales. “Por primera vez en mi país, y en los círculos que conozco, hay una leal y fuerte solidaridad con el movimiento para la liberación de Palestina que nunca he visto en mi vida”, destaca Stoolman. Los llamamientos a favor del alto el fuego se han multiplicado cada día que pasa entre políticos, celebridades y organizaciones, tanto en EE UU como en el resto del mundo.
Los manifestantes han cerrado la estación Grand Central de Nueva York y cortado la autopista 101 en San Francisco. Los esfuerzos en la censura por parte de gobiernos como el de Alemania o Reino Unido no han tenido el efecto disuasorio que se pretendía. En Bélgica, tres millones de sindicalistas se han negado a transportar armas israelíes. Los militantes propalestina de Montreal (Canadá) han bloqueado las vías de ferrocarril contra el comercio de armas canadienses hacia Israel. Antes, realizaron sentadas ante 17 instituciones en doce ciudades.
El 6 de febrero, la cifras oficial de muertos publicada por el Ministerio de Salud e Gaza asciende a 27.585
Hoy, 7 de febrero, cuando se cumplen cuatro meses de asesinatos impunes, CGT Catalunya, la Intersindical-CSC y la IAC han convocado una huelga parcial en Catalunya en solidaridad con Palestina. Aunque todavía no ha prendido la idea de una huelga planetaria, que se planteó en diciembre, las acciones no se han detenido. Llamadas al boicot a las empresas que colaboran y trabajan en los territorios ocupados, protestas en los partidos del Maccabi de Tel Aviv y un llamamiento para que Israel sea expulsado de Eurovision.
La comunidad judía antisionista se moviliza en EEUU para lograr un alto el fuego: “No en nuestro nombre”
En los primeros veinte días después del 7 de octubre, el Armed Conflict Location & Events Data contabilizó casi 7.300 protestas propalestina en todo el mundo por 845 manifestaciones a favor de Israel. El mundo ha contemplado, durante casi tres meses, el horror causado por más de 40.000 toneladas de explosivos y cientos de miles de personas han salido a la calle para que ese horror se detenga. Manifestaciones en Londres, Berlín, Nueva York —en un clima de desafío a la totalidad de los partidos políticos y medios de comunicación mainstream—, pero también en Kuala Lumpur (Malasia), en Sanaa (Yemen) o Johannesburgo (Sudáfrica).
El 26 de enero, el Tribunal Internacional de Justicia leía sus medidas cautelares y admitía a trámite el caso relativo a la Aplicación de la Convención para la Prevención y la Sanción de la Crimen de genocidio en la Franja de Gaza. La demanda interpuesta por Sudáfrica fue apoyada por los países de la Organización de Cooperación Islámica, formada por 57 países, y por Colombia, Chile, Bolivia o Nicaragua. El impulso del Gobierno de Cyril Ramaphosa puso el primer gran hito de la resistencia al genocidio en el plano del derecho internacional. Pese a que no llegó al punto de exigir el alto el fuego, el dictamen ha abierto un proceso de acumulación de pruebas. Israel tiene un mes para:
«tomar todas las medidas a su alcance para prevenir el genocidio, garantizar que sus militares no cometan genocidio, tomar todas las medidas a su alcance para evitar castigar la incitación al genocidio, tomar medidas inmediatas y efectivas permitir asistencia humanitaria urgente y servicios básicos, conservar pruebas relacionadas con las denuncias de actos previstos en el artículo 2 y 3 de la Convención sobre Genocidio».
Nicaragua, además, ha iniciado el 4 de febrero el proceso para llevar a Alemania, Reino Unido, Países Bajos y Canadá al mismo Tribunal por su corresponsabilidad en las “violaciones flagrantes y sistemáticas” llevadas a cabo por Israel.
Cifras sin precedentes
El 20 de noviembre, un mes y medio después de comenzada la campaña de ataques por parte del Gobierno de Benjamin Netanyahu, se alcanzaba la cifra de 13.000 víctimas palestinas: son las mismas que se contabilizaron oficialmente en la Nakba de 1948. Algo más de 13.000 son también las víctimas de todos los ataques de Israel entre 1988 y septiembre de 2023, incluida la Operación Plomo Fundido, la más mortífera de este siglo hasta esta invasión. El 6 de febrero, la cifra oficial de muertos publicada por el Ministerio de Salud e Gaza —marcadas por la cautela, puesto que no se contabilizan las víctimas que permanecen bajo los escombros— asciende a 27.585. Más de un millar han sido asesinadas después de la decisión del Tribunal Internacional de Justicia.
Los ataques llevados a cabo por las Fuerzas Armadas de Israel (FDI) después del 7 de octubre incluyen el asesinato indiscriminado de civiles, el bombardeo de espacios sagrados, de escuelas, de ambulancias, la eliminación de periodistas y de trabajadores de las organizaciones humanitarias —sin precedentes en la historia desde que existe la ONU—, el uso de fósforo blanco en la frontera de Gaza con Líbano o la existencia de campos de torturas al estilo Guantánamo. El 21 de diciembre, la Organización Mundial de la Salud denunciaba que ya no había ningún hospital funcional en el norte de Gaza. De los 22 centros, al menos 14 fueron bombardeados directamente, según la CNN. La amenaza se ha trasladado desde entonces hacia el sur. La “zona segura” que determinó Israel ha pasado a ser el objeto de los ataques, primero Khan Younis y en las últimas horas el temor se ha desplazado hacia Rafah, donde se encuentran 1,9 millones de personas en condiciones críticas.
Después de otra noche de incesantes bombardeos por parte de las fuerzas coloniales israelíes, el hospital Al-Nasser en Khan Yunis está repleto de muertos y heridos, Franja de Gaza, 25 de octubre. MOHAMMED ZAANOUN/ ACTIVESTILLS (©)
La ONU ha advertido de que un ataque sobre Rafah supondría un “crimen de guerra”, lo que antes de nada demuestra la escasa capacidad que ha mostrado la ONU para levantar la voz en el conflicto. En el intrincado campo de las relaciones internacionales, subvertir la narrativa oficial es ir en contra del consenso de Washington, es decir, opositar a formar parte de los enemigos de la civilización, de lo que está del otro lado del muro perimetrado por Estados Unidos. El 8 de diciembre, esa política quedó reflejada para la posteridad en el voto solitario del representante de este país, Robert Wood, utilizando el poder de veto del Gobierno de Joseph Biden en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para rechazar el alto el fuego solicitado a la desesperada por António Guterres, secretario general de la ONU. El veto acabó con el poco poder que tenían las Naciones Unidas para detener al Gobierno de Netanyahu.
“Para ser claros, muchos dentro y fuera del Gobierno de Estados Unidos suelen tratar el término ‘orden internacional basado en reglas’ como sinónimo de derecho internacional”, reflexionaba el periodista estadounidense de origen judío Spencer Ackerman, en un artículo del libro coral From the river to the sea, publicado en abierto por dos editoriales británicas a mediados del pasado mes de diciembre. Ese “orden”, una especie de sucedáneo del derecho internacional cuyo usufructo pertenece a EE UU, ha cubierto las espaldas del Gobierno de Israel desde que el 7 de octubre el primer ministro Benjamin Netanyahu declarase “la guerra” a Gaza e iniciase la peor campaña de exterminio en el conflicto entre Israel y Palestina de este siglo.
En una ciudadanía tan fragmentada como la israelí cuesta encontrar voces, también en la izquierda política, que se salgan de la idea de que hay “que acabar” con los gazatíes
Biden lleva su penitencia en la política interna. Cuando faltan apenas nueve meses para las elecciones, está muy por detrás de Donald Trump en las encuestas. El actual presidente ve sus opciones decrecer en Michigan y Georgia —dos Estados clave en cualquier elección, en los que hay un peso importante de la minoría árabe y musulmana— y la mitad de sus votantes de 2020 creen que Israel está cometiendo genocidio contra civiles palestinos (solo un 20% cree que no). Su apoyo entre las poblaciones árabes y musulmanes ha pasado de ser holgado —el 59% le votaron en las pasadas presidenciales— a derrumbarse a un 17%. Aunque su equipo emite mensajes en los medios en los que se muestra enojado con Netanyahu y sus ministros extremistas, los hechos apuntan en dirección contraria. El Gobierno ha comprometido 10.100 millones de dólares con Israel para la compra de armas y la principal medida que ha tomado en este tiempo ha sido eliminar las transferencias a la agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA) en base a un informe no corroborado elaborado por Israel.
Al margen de los llamamientos al alto el fuego, tardíos e impotentes, la UE no ha propuesto ningún tipo de sanción al Estado de Israel y se ha limitado a desarrollar planes para llevar a cabo una conferencia de paz centrada en la propuesta de los dos Estados. Una vieja solución, propuesta hace 30 años, que, a fecha de 2023, evidencia la incapacidad de plantear una propuesta mínimamente viable para la solución del conflicto.
“El veto estadounidense ha seguido protegiendo a Israel de cualquier responsabilidad y ha permitido el genocidio”, ha escrito el historiador Samar Saeed. “El derecho internacional y las Naciones Unidas, supuestamente creadas para defender los derechos humanos, hacer cumplir la justicia y responsabilizar a los perpetradores de crímenes como el genocidio y la limpieza étnica han resultado ser herramientas impotentes controladas por los poderosos”, continuaba. Aunque no consiguió su objetivo de un llamamiento inmediato al alto el fuego, la demanda de Sudáfrica examinada en La Haya
Marcha en Madrid contra el genocidio el 27 de enero de 2024. MANUEL DEL VALLE
En el interior de Israel
Laurent Cohen, de la Associació Catalana de Jueus i Palestins, se refiere a las tres dimensiones del ataque enarbolado por el Gobierno de Netanyahu. En primer lugar, a nivel nacional, el Gobierno del Likud, que manda en coalición con Otsmá Yehudit, un partido de extrema derecha de ideología kahanista, está en una crisis profunda derivada de la progresiva implementación de medidas antidemocráticas. “Netanyahu quiere salvar la cabeza porque sabemos que es un corrupto”, y la declaración de guerra se ha convenido en su “huida hacia adelante”, denuncia Cohen. La represalia contra el territorio de Gaza es la forma de Netanyahu de reafirmarse entre la población, aunque una encuesta del Instituto Lazar publicada en noviembre muestra que solo un 27% del electorado apoya al actual primer ministro. Los asesinatos y secuestros llevados a cabo por Hamás el 7 de octubre han aumentado la antipatía en gran parte de la población israelí hacia el Gobierno, por haber “desprotegido” la frontera con Gaza para priorizar la protección de las incursiones de colonos en Cisjordania.
En enero, una encuesta del Instituto de Democracia de Israel mostró que dos de cada tres ciudadanos consideraban que no había que desescalar la guerra
Una residente española en Israel, que prefiere no dar su nombre por temor a represalias, explica que todo el país está sumido en el trauma, pero eso no ha generado ninguna corriente significativa de empatía respecto a la población gazatí. Pese a que gran parte de la población es crítica con Netanyahu, es infinitesimal el porcentaje de personas que pide el fin de los bombardeos o muestra su apoyo a Gaza.
En una ciudadanía tan fragmentada como la israelí cuesta encontrar voces, también en la izquierda política, que se salgan de la idea de que hay “que acabar” con los gazatíes. En enero, una encuesta del Instituto de Democracia de Israel mostró que dos de cada tres ciudadanos consideraban que no había que desescalar la guerra, la mitad de la población apoyaba hace un mes la apertura de un segundo frente contra Hezbollah en el sur del Líbano.
Joe Biden y el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, en Jerusalén en 2016. Foto: Debbie Hill, Pool via AP
Organizaciones de derechos humanos como B'tselem o Gisha “siempre han sido considerados como traidores”, explica esta fuente desde Jerusalén, y esa consideración ha aumentado en las últimas semanas. El proyecto de David Ben-Gurión, primer jefe de Estado de Israel, de crear una nación en armas, en conflicto constante, ha depositado en las fuerzas armadas el papel de ser el alma del país, o al menos su institución más numerosa, más rica y más legitimada socialmente. El primer ministro es criticado, pero las FDI son veneradas y hay pocas críticas a su negligencia y su acción el 7 de octubre, que incluyó fuego amigo contra israelíes durante el asalto de Hamás.
Los medios de comunicación han cerrado filas y no se difunden imágenes que sí se ven en todo el mundo: mutilaciones y cadáveres sepultados, niños y niñas muertas o temblando de miedo. Sí se ven imágenes de explosiones en edificios y el escándalo llega cuando se divulgan informaciones como la del asesinato de tres prisioneros que habían escapado, llevaban banderas blancas y el torso desnudo —para demostrar que no portaban explosivos— y fueron ejecutados por un francotirador de las FDI.
“Ni masacre, ni genocidio, ni crímenes de guerra, ese no es un lenguaje que se use aquí, y quien lo está usando realmente puede verse afectado”, indica nuestra fuente en Israel. Las detenciones, sobre todo en las primeras semanas de la campaña, los despidos, el doxing —la exposición en redes sociales— y el acoso a periodistas independientes son las represalias más visibles contra quienes osan romper el muro de propaganda. Solo las familias de las personas secuestradas y las de soldados muertos en la incursión terrestre tienen cierta voz dentro de las fronteras de Israel, aunque es insuficiente para acercar el alto el fuego. Los mensajes de Netanyahu son machacones y repetitivos. El primer ministro insiste en que la campaña seguirá incluso cuando a los “amigos” —en referencia a EE UU— no les parezca bien. “Llegaremos hasta el final”, repite, aunque nadie sabe bien qué considera el final.
Acuerdos estancados
El segundo punto de quiebra es el regional. El ataque de Hamás, el Gobierno de la Gaza ocupada, estaba destinado a evitar que prosiguiera la aproximación estratégica de Israel a las potencias de Oriente Medio y de los países árabes. Con los llamados Acuerdos de Abraham, auspiciados por la administración de Trump, Emiratos Árabes Unidos, Bahrein, Marruecos y Sudán, se abrió, a instancias de Washington, un camino que está previsto que recorran otras potencias, especialmente Arabia Saudí, un régimen que se preparaba para firmar un “acuerdo histórico” con Netanyahu en el mes de septiembre.
Entrando de lleno en ese escenario, el 22 de septiembre de 2023, dos semanas antes del ataque de Hamás y de la brutal respuesta de Israel, Netanyahu compareció ante la Asamblea General de la ONU y mostró un mapa en el que, en verde, aparecían los países limítrofes a Israel. Quería probar el marco de entendimiento en la región. En el mapa, todo lo que hoy es Palestina aparecía como parte de Israel. Quedaba claro que el precio del consenso en Oriente Medio es abandonar a la población palestina a su suerte.
Desde los ataques, las reacciones de la comunidad árabe —con excepción de los gobiernos turco e iraní, de Hezbollah o de los hutíes con sus ataques en el estrecho de Bab el Mandeb— han sido críticas sin llegar a la ruptura. El entendimiento económico, basado en la configuración de Israel como un nodo energético en la región con las mayores reservas del planeta, ha impedido una ruptura total de los gobernantes de unos Estados en los que las protestas a favor de Gaza son un clamor a nivel de calle.
El principal objetivo tanto para Israel como para Estados Unidos es que Egipto acepte la formación de campos de refugiados en el Sinaí a cambio de la cancelación total o parcial de su deuda. El Gobierno de Abdel Fattah el-Sisi, firme aliado de Washington, ha emitido señales de que teme que la expulsión de gazatíes a su territorio le genere un problema interno. Las negociaciones entre Anthony Blinken, secretario de Estado, y el-Sisi prosiguieron ayer, 6 de febrero, en una gira que el estadounidense seguirá en Arabia Saudí, Qatar y terminará en Israel del que se espera un alto el fuego con intercambio de prisioneros que se lleva anunciando desde el viernes pasado pero que todavía no ha fructificado.
Las comparaciones con el conflicto de Ucrania, en el que se ha empleado la misma retórica de los valores occidentales con más éxito, son desfavorecedoras para la propaganda emitida desde Washington. Philippe Lazzarini, jefe de la UNRWA, ha calificado la destrucción en Gaza como de “absolutamente sin precedentes y asombrosa” y recalcado que el número de civiles muertos desde el inicio oficial de la guerra de Ucrania en febrero de 2024 fue superado en Palestina en menos de 40 días. Abdullah II de Jordania también ha comparado ambos conflictos.
“El final en Gaza, el único que los israelíes son capaces de imaginar, es antiguo: la limpieza étnica”, escribía a mediados de diciembre Haim Bresheeth-Žabner
En Ucrania, denunció el jefe de la dinastía Hachemí, los estadounidenses condenaron los ataques a la infraestructura civil y la privación deliberada de alimentos, agua, electricidad y necesidades básicas a toda una población. Mientras, en Gaza no hay reacción a hechos como que casi una décima parte de la población que sobrevive está aquejada de enfermedades infecciosas, incluidos brotes de hepatitis A y meningitis; el hambre se está empleando como arma de guerra, tal y como denuncia el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas; o los hospitales que quedan en pie funcionan sin suministro y sin básicos como la anestesia y varios médicos han sido “desaparecidos” o se encuentran detenidos por la FDI. El derecho internacional “pierde todo valor si se aplica de forma selectiva”, advertía Abdullah II, rey de un país completamente alineado con Estados Unidos y firmante del Tratado de Wadi Araba de entendimiento con Israel hace un cuarto de siglo.
Pero la situación, cuatro meses después de la ofensiva de Israel y dos meses después de que el Pentágono comenzase a deslizar mensajes de que el Gobierno de Netanyahu debía comenzar la desescalada de su campaña, va en dirección contraria. El viernes, EE UU atacó decenas de objetivos objetivos en Iraq y Siria en represalia por la muerte de tres de sus soldados en una base de Jordania. El sábado, el Ejército estadounidense llevó a cabo una nueva ronda de ataques contra Yemen en el marco de sus represalias contra el Gobierno hutí por la interrupción del tráfico marítimo con bandera israelí en Bab el Mandeb. Detrás de estos ataques está el siempre presente impulso de un grupo significativo de halcones del Pentágono de iniciar un conflicto con Irán, la potencia regional extraña a los intereses de EE UU.
Desde dentro del muro
La relación entre Israel y Estados Unidos no tiene “precedentes en la historia moderna”, explicaba en un podcast el profesor de relaciones internacionales John Mearsheimer. Este académico es coautor junto a Stephen M. Walt de El lobby israelí (2007), uno de los libros más criticados por el conjunto de organizaciones y personalidades que son su objeto de estudio. Mearsheimer ha sido, desde la publicación de este libro, acusado de antisemitismo. Una baza que es la que acostumbran a emplear tanto los cristianos sionistas como los judíos sionistas que se han vinculado a esta escuela de relaciones internacionales basadas en el principio de que los intereses de Israel deben orientar la política exterior estadounidense.
“Sabemos hasta qué punto Israel depende de Estados Unidos, pero nos tenemos que preguntar hasta qué punto Estados Unidos depende de Israel”, apunta Laurent Cohen. Realmente es difícil discernir por qué la primera potencia militar del mundo se ha comprometido hasta tal punto en una campaña así. Tal vez solo se encuentre el sentido en la comparación con el relato colonial con que se fundó Estados Unidos. Hace cien años, uno de los padres de la derecha sionista, el teniente del ejército británico Ze'ev Jabotinsky, nacido en Odessa, publicó el ensayo The Iron Wall, un breve artículo que prefiguró el corpus político del futuro Estado de Israel. Jabotinsky se basaba entonces en una premisa que rememoraba la conquista del Oeste llevado a cabo por los europeos que fundaron América: “Los árabes tienen el mismo amor instintivo y el mismo celo innato por Palestina que los aztecas tenían por México y los sioux por las praderas”.
Palestinos hacen cola para una comida preparada por voluntarios en Rafah. Según un informe de la ONU, los 2,3 millones de habitantes de Gaza están en alto riesgo de hambruna. MOHAMMED ZAANOUN/ ACTIVESTILLS (©)
En 2023, la defensa del Gobierno de Israel es cada vez más débil. La acusación de “antisemitismo” cae sobre toda personalidad, organización o colectivo que denuncie las matanzas llevadas a cabo en nombre de toda la población judía del mundo, pero los primeros en responder a eso han sido organizaciones como Jewish Voice for Peace, que denuncian la judeofobia presente en los discursos de Biden o del propio Netanyahu.
“Es importante transmitir a la comunidad judía que hay que tomar posición frente a una tragedia como la de ahora, frente a este genocidio hecho en nuestro nombre y en nombre de los muertos del genocidio nazi”, concluye Cohen. “El mensaje que quiero transmitir es que no hay ninguna contradicción entre estar en contra del sionismo y ser una persona que quiere la liberación y seguridad tanto para los pueblos judíos que hay por todo el mundo como para cualquier otra comunidad marginalizada por el racismo global”, insiste Stoolman.
Pese al optimismo al que invitan las acciones de desobediencia y las protestas en todo el mundo a favor de Gaza, el panorama antes de que cese o disminuya el brutal ataque israelí es descorazonador. “El final en Gaza, el único que los israelíes son capaces de imaginar, es antiguo: la limpieza étnica”, escribía a mediados de diciembre Haim Bresheeth-Žabner. Ningún partido político ni Gobierno alguno en la historia de Israel ha planteado una solución política no militar plausible. El plan, desde 1946, ha sido apropiarse de todo el territorio, como los colonos americanos hicieron con las grandes llanuras. Tras el ataque del 7 de octubre, la anexión de la tierra costera ha sido coreada por los ministros israelíes y objeto de “bromas” por parte de una inmobiliaria y detrás del control de la Franja se encuentra también la intención de explotar los yacimientos de gas de la Cuenca del Levante, en el Mediterráneo oriental. Pero dentro de Israel no se habla de las intenciones políticas y económicas detrás de las masacres. Solo se alude a la “destrucción de Hamás” como único final posible.
Sin perspectiva de una paz duradera, el conjunto de los pueblos del planeta espera un cese de los bombardeos, un alto el fuego que termine momentáneamente con las imágenes del terror que se han reproducido desde el 7 de octubre. Los partidarios de la solución de un único Estado laico, donde convivan árabes y judíos, reconocen que los hechos de 2023 dificultan vislumbrar un futuro en el que las víctimas vivan en pie de igualdad con sus verdugos. Quienes siguen defendiendo honesta y no retóricamente la solución de los dos Estados, advierten de que ese nunca fue el plan de Israel, que está desarrollando su plan de anexionarse la franja de Gaza y aumenta la legitimación y expansión de los colonos en Cisjordania. No parece haber una solución a la vista después de este genocidio. Solo queda la esperanza de que las acciones de desobediencia civil, las protestas y el empuje de la sociedad civil derribe el muro de acero que divide a los Gobiernos de la cada vez más estrecha “comunidad internacional” de los pueblos que desean vivir en paz.
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