El denominador común de las manifestaciones es la exigencia de realizar nuevas elecciones generales y la disolución del Congreso
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Tras la destitución y el encarcelamiento de Pedro Castillo, el pasado 7 de diciembre, Perú se ha visto envuelto en un recrudecimiento de la crisis política casi permanente en la que ha vivido sumido desde hace años. Desde el momento en que el depuesto presidente anunció la disolución del Congreso unicameral y que éste, en respuesta, lo sacó del cargo por insolvencia moral e invistió como nueva jefa del Ejecutivo a la hasta entonces vicepresidenta, Dina Boluarte, han arreciado las protestas de los simpatizantes de Castillo y los enfrentamientos entre éstos y las fuerzas policiales.
Hasta ahora, el episodio más grave tuvo lugar en el aeropuerto de Andahuaylas, donde los manifestantes rodearon la terminal, incendiaron la sala de transmisiones e impidieron la salida de medio centenar de trabajadores y de efectivos de la Policía Nacional del Perú. En esa localidad del departamento de Apurímac, en el sur del país, donde las fuerzas del orden mataron a dos jóvenes que participaban en las protestas, fue quemada la sede policial. Dirigentes sociales locales se declararon en insurgencia popular y anunciaron un paro indefinido a partir de hoy. En tanto, en Lima, la capital del país, centenares de manifestantes rodearon la sede del Congreso, en cuyo interior se registró una pelea a golpes entre legisladores, lo que llevó a suspender la sesión. Las movilizaciones proliferaron también en Cajamarca, Cusco, Arequipa y Puno, y se multiplicaron los bloqueos carreteros en diversos puntos del mapa peruano.
El denominador común de las manifestaciones es la exigencia de realizar nuevas elecciones generales y la disolución del Congreso. En algunas de éstas se pide además la renuncia de Boluarte y la restitución de Castillo en la Presidencia. A esa demanda se han unido gobernadores provinciales y un sinfín de organizaciones sociales. Sin embargo, Boluarte ha expresado su determinación de mantenerse en el cargo hasta 2026, cuando debía terminar el mandato del presidente derrocado.
Sin duda, en los 13 meses que permaneció al frente del Ejecutivo, Castillo cometió múltiples errores: se alejó de las bases sociales que lo llevaron al gobierno, se empeñó por moverse de la izquierda al centro e incluso incorporó a su gabinete a figuras de la derecha con tal de eludir el acoso del Legislativo, todo eso le representó una pérdida significativa de respaldo social. Pero el déficit de apoyo de Castillo es ampliamente superado por el del Congreso, que ostenta una impopularidad superior a 80 por ciento, de acuerdo con las encuestas, y no es mejor la situación de Dina Boluarte.
Lo cierto es que el antiguo maestro rural ascendió a la Presidencia con el mandato de renovar de manera radical la vida institucional peruana, de combatir la extendida corrupción entre la clase política y de instaurar medidas de justicia social. Nada de eso pudo hacer, ya fuera por sus propias decisiones erráticas como por el incesante hostigamiento legislativo y judicial de que fue víctima. Es por demás antidemocrático, e incluso indecente, que ahora se pretenda continuar y culminar el periodo presidencial de Castillo con un gabinete entregado a la derecha y al fujimorismo, como pretende hacer Boluarte.
Sin duda, la única salida para esta nueva vuelta de tuerca de la sempiterna crisis peruana reside en el llamado a nuevas elecciones y en la convocatoria a un congreso constituyente que corrija el pésimo diseño institucional –herencia de Alberto Fujimori–, bajo el cual en los últimos seis años Perú ha visto desfilar a otros tantos presidentes.
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