Nos acercamos a la conmemoración del 6 de diciembre de 1928, cuando la épica huelga de los obreros de las bananeras terminaba en la matanza de un número indeterminado de ellos, que se estima entre 1.800 y 4.000.
Por Anuska J. Cárdenas
Rebelión
A casi un siglo, la situación del proletariado del campo no ha cambiado mucho, por lo que repasar las condiciones de aquella lucha puede ayudarnos a clarificar las actuales. Esta reflexión puede ser especialmente importante en el marco de la Convención Nacional Campesina.
En ese momento se estaba, como ahora, a las puertas de una enorme recesión mundial, y el capital arreciaba en la intensificación de la explotación contra el proletariado. La alta inflación había reducido el mísero salario de los trabajadores que, sometidos a un régimen de trabajo a destajo, laboraban durante extenuantes jornadas antes de volver a los cuartos repletos de literas con chinches de la compañía bananera. De su salario de hambre les descontaban el dos por ciento para una prestación de salud que no recibían y además debían pagar por dormir en esos ranchos insalubres que carecían de ventilación, agua potable, duchas o letrinas. El estado sanitario de la zona era aún peor que el del resto del país, lo que provocaba que abundara el paludismo, la anemia, la tuberculosis y todo tipo de enfermedades causadas por parásitos y deficiencias nutricionales.
Cuatro de los nueve puntos del pliego de reivindicaciones -seguro colectivo; indemnización por accidente de trabajo; lugares de alojamiento higiénicos y descanso dominical; y hospitales y medidas sanitarias en los campos- tenían que ver con mejoras en las condiciones higiénicas y sanitarias. De ellos tres estaban amparados por las leyes colombianas, pero había un pequeño problema, en el papel la United Fruit Company no tenía trabajadores y por lo tanto no tenía obligación alguna con la legislación laboral del país.
A pesar de que por esa fecha salían de Santa Marta 10,3 millones de racimos de bananos al año, la política de subcontratación que imponía la United Fruit Company-UFC hacía que, los más de 25.000 obreros que trabajaban en su cultivo, corte y carga no tuvieran ninguna relación laboral directa con ella. De esta forma se libraba de las leyes que no le convenían, aunque conservaba las que estaban hechas para favorecerla, como las que le otorgaban subsidios, concesiones de tierras o la exoneraban de impuestos y gravámenes a la exportación. Así, mágicamente, una compañía que llevaba cuatro décadas dedicada al cultivo y exportación del banano en el país, que era dueña de más de la mitad de las tierras dedicadas al banano, que tenía el control absoluto sobre su exportación, con una flota de noventa barcos que controlaban el comercio mundial de banano y que había absorbido al resto de empresas competidoras dominando el mercado mundial de la fruta, aparecía como si no tuviera trabajadores a su cargo.
Por esta razón, la principal reivindicación de ese enorme “ejército de trabajadores de nadie” era el reemplazo de la subcontratación por contratos directos con la compañía. La tercerización les impedía acceder a los derechos laborales recién conquistados y les dejaba en la más absoluta inestabilidad laboral, pues la mayoría no encontraba trabajo todos los días y nunca sabían con seguridad cuanto tiempo lo mantendrían. Además, aumentaba considerablemente su explotación ya que a la parte de la plusvalía apropiada por la multinacional se sumaba la que se quedaban los contratistas. Pero sobretodo, sentían que era una política de la empresa para mantenerlos fraccionados y así frenar su poder de presión y negociación.
Efectivamente, la United Fruit Company mantenía, en todos los países de la región, una política de negativa absoluta a los vínculos contractuales directos para dificultar la sindicalización de los trabajadores. La posibilidad de que los 25.000 obreros bananeros se organizaran en sindicatos para defender sus derechos ponía en riesgo su patente de corso para explotarlos. Pero además, aunque el peso del proletariado en el total de la población de la región era enorme -la población de Santa Marta apenas superaba por esos años los 20.000 habitantes-, el proceso de proletarización del campo iba mucho más allá de los obreros de las plantaciones, ya que las familias que habían ido ocupando pequeñas parcelas baldías distanciadas del tren o sin riego eran también, en gran medida, mano de obra de reserva para la compañía. Estas familias difícilmente alcanzaban a sobrevivir sin que algunos de sus miembros trabajaran cuando podían en las plantaciones de banano. Al mismo tiempo, muchas de estas parcelas habían sido reclamadas por la United Fruit Company o por los dueños locales de plantaciones que, con la complicidad de las autoridades regionales, habían ido apropiándose de forma violenta e ilegal de una buena parte de las tierras baldías. Así, empujados de forma permanente por el desalojo o de forma ocasional por el hambre, los colonos pobres en la práctica eran más proletarios rurales que campesinos y por esa razón los colonos y sus familias se unieron a los proletarios en la organización de la gran huelga.
Por su parte, los dueños locales de plantaciones tenían una relación de amor-odio con la United Fruit Company. La compañía era dueña de la mitad de las tierras dedicadas al banano y adicionalmente arrendaba tierras a cultivadores que recibían préstamos para sembrar por contrato para cosechas futuras. Además había ido absorbiendo todas las compañías nacionales productoras de banano con fines de exportación, con lo que tenían una posición de monopolio privado que controlaba el riego, el crédito, el ferrocarril y la exportación. Desde esa posición imponía las reglas que le permitían mantener el dominio de todo el negocio de producción y comercialización. A pesar de esa hegemonía, los dueños locales de plantaciones se acomodaron a esta relación en la medida que les permitía obtener ganancias bastante sustanciosas.
Sin duda, había algunas diferencias. Los terratenientes más poderosos –que además tenían el poder político regional- eran los que recibían mejores créditos, mejores contratos y buenos puestos en la compañía para sus parientes y, a cambio, gobernaban a favor de ella. Pero, a pesar de esa relación preferencial, el resto de los empresarios locales también se beneficiaron del negocio de exportación y de las rentas de la UFC, sin reinvertir sus ganancias o utilizarlas para dejar de depender de su crédito. Durante mucho tiempo los precios pagados por la compañía les habían permitido tener ganancias anuales del 70%, y hasta del 25% en condiciones climáticas desfavorables. Pero generalmente, despilfarraban en viajes y gastos suntuarios esas ganancias derivadas del aún mayor grado de explotación de sus obreros, ya que repetían el mismo esquema de subcontratación de la multinacional, pero pagaban salarios más bajos.
Sin embargo, a puertas de la gran recesión mundial de 1929 las contradicciones entre la empresa multinacional y los capitalistas nacionales se empezaron a hacer más evidentes. Por una parte la inflación de la década de los veinte había disminuido las ganancias de los cultivadores, y por eso se resentían ante la lógica de la compañía de limitar el abastecimiento para inflar el precio internacional. Por otra parte, estaban a punto de expirar tanto la concesión del ferrocarril, como la exención de impuestos por veinte años para el banano enviado al exterior, de modo que los cultivadores nacionales veían allí potencialidades para liberarse del monopolio de la UFC, y sus propuestas se extendieron hasta contemplar la nacionalización de los canales de riego y los ferrocarriles, así como la creación de vías alternas de crédito con los impuestos a la exportación.
Estas contradicciones, sin embargo, fueron más utilizadas para azuzar la huelga que para presionar políticas contra la UFC. Los cultivadores nacionales, a pesar de sus altas ganancias, se presentaban como otra victima de la United, alegando que por culpa de la compañía a ellos no les quedaba otra opción que sobreexplotar a sus trabajadores. Así, prefirieron esconderse detrás de los obreros y colonos y usarlos como carne de cañón, a la espera de ver si podían ganar algo con la huelga, pero sin arriesgar nada a cambio. Sin embargo, cuando en el marco de la huelga los obreros exigieron un aumento salarial del cincuenta por ciento, los cultivadores se miraron el bolsillo y se pusieron en su contra. Por supuesto, una vez que la huelga acabó en la masacre y la persecución criminal de los obreros y los colonos, estos cultivadores locales fueron los primeros que propagaron la peste del olvido, que relataría más tarde García Marquéz. Al fin y al cabo, si en algo tenían total coincidencia la multinacional, los cultivadores nacionales y el gobierno es que a ninguno le interesaba tener a los proletarios rurales y a los campesinos pobres organizados.
“Esta huelga es el fruto del dolor de miles de trabajadores explotados y humillados día y noche por la compañía y sus agentes. Ésta es la prueba que hacen los trabajadores en Colombia para saber si el gobierno nacional está con los hijos del país, en su clase proletaria, o contra ella y en beneficio exclusivo del capitalismo norteamericano y sus sistemas imperialistas.”[i] Con esta declaración comenzó la huelga el 12 de noviembre de 1928 y un mes después quedó demostrado, de la forma más brutal y asesina, con quién estaba el gobierno nacional. Los obreros y colonos hicieron gala de una asombrosa capacidad de solidaridad y organización social. Según los historiadores casi todos los obreros y cargadores de la zona se sumaron a la huelga, aunque los cálculos sobre el número preciso de huelguistas varían de 16.000 a 32.000. Además, para evitar que la United o el gobierno nacional pudieran manipular o coaccionar a los delegados, se había decidido que cualquier acuerdo tendría que ser ratificado por cada uno de los más de sesenta comités de trabajadores[ii].
Frente a esa capacidad de movilización, el gobierno, en vez de mediar a favor de las legítimas reivindicaciones de los obreros, trató la huelga como una rebelión y movilizó tres batallones para reprimirla. Después se justificaría con excusas nacionalistas, argumentando que la masacre respondió a la necesidad de restaurar el orden público para evitar una intervención de los marines norteamericanos. Lo cierto es que, como el propio general al mando de las tropas reconoció, se disparó contra una multitud desarmada y pacífica, cuyo único delito fue negarse a dispersarse una vez que el ejército leyó el decreto de Estado de Sitio. A la noche del 5 de diciembre, donde se asesinaron a cientos de hombres y mujeres en la plaza de Ciénaga, le siguieron unos días de terror en los que el ejército mató a un número indeterminado de huelguistas que se estima entre 1.800 y 4.000.
“Tengo el honor de reportar que el representante de la United Fruit Company en Bogotá me dijo ayer que el número total de obreros en huelga muertos por el ejército colombiano superó el millar”, informaría unos días más tarde el embajador de EEUU al Departamento de Estado de su país.[iii]
La United Fruit Company había ganado y mantendría su dominio absoluto en la región del Magdalena hasta finales de la década de los sesenta, cuando decidiera reubicarse en la región del Urabá. Curiosamente, en esa época el Incora -una institución estatal creada para llevar a cabo la reforma agraria- le compró a la United los depreciados terrenos que ésta no había logrado vender a buen precio, y además le cubrió las deudas en mora sobre las propiedades vendidas a los dueños de plantaciones regionales. De esa forma, la United logró retirarse de la región sin problemas financieros y con un acuerdo mucho más beneficioso de lo que esperaban sus gerentes.
Ahora, a casi cien años de esa lucha, la mayor parte del proletariado rural continúa en la misma situación.En el país hay entre 1.4 y 2.4 millones de obreros y obreras del campo[iv] y el 82%[v] de ellos trabajan en condiciones de precariedad e informalidad, con salarios bajos, sin prestaciones, sin estabilidad laboral y con alta rotación en los sitios de trabajo. Esa legión de “proletarios de nadie” que laboran en los campos colombianos representan el 50% de Población Económicamente Activa que vive en el campo[vi]. Unos trabajan, tercerizados y sin derechos, para terratenientes o para el gran capital agropecuario; otros, en la más absoluta informalidad e inestabilidad laboral, para finqueros medianos; algunos más en figuras de tercerización que se camuflan bajo la fachada de Cooperativas de Trabajo Asociado. Pero todos comparten las mismas condiciones: salarios bajos, jornadas de trabajo más largas, falta de medidas de prevención de riesgos laborales, carencia de garantías y prestaciones, grandes obstáculos para la organización sindical, alta rotación, temporalidad y falta de estabilidad, entre otras.
A esa población hay que sumar otra gran proporción de familias del campo que, a pesar de que algunos de sus miembros trabajan una parte del tiempo en tierras de su propiedad o arrendadas, necesitan completar sus ingresos con la venta de su fuerza de trabajo en tierras o faenas ajenas, o en empleos complementarios. Los ingresos y tiempo de trabajo de estas familias a menudo dependen más de su condición material de proletarios, aunque por tradición y cultura se identifiquen como campesinos. Estos campesinos pobres en proceso de proletarización, o ya proletarizados, sufren las mismas penurias de informalidad, falta de derechos y salarios bajos.
Así, del repaso de la huelga de las bananeras podemos observar como las banderas reivindicativas de entonces se mantienen pendientes. Entre otras podemos señalar: la lucha contra la tercerización; la necesidad de espacios organizativos y de acción conjunta de obreros y campesinos pobres; el evitar que la reforma agraria se use para enriquecer aún más a los capitalistas, tal como sucedió en 1968 con la UFC y puede suceder ahora con el acuerdo con Fedegán; la necesidad de socializar el trabajo en el campo bajo formas de propiedad y gestión colectiva; la sustitución del mercado -como mediador entre la producción social y el consumo final- por una planificación social, racional y participativa.
Sin embargo, para poder avanzar en estas banderas es vital que el proletariado rural fortalezca sindicatos y espacios organizativos que, con una sólida conciencia de clase, se blinden a la penetración de discursos liberales que puedan empujarlos a defender intereses capitalistas en detrimento suyo. Es también a partir de esa sólida conciencia de clase -que permite entender de forma dialéctica las formas en que el capital afecta al conjunto de los sectores sociales y populares-, desde donde se puede avanzar en la superación de los conflictos que a veces surgen entre los distintos sectores de las clases populares en el campo (proletarios rurales, campesinado, indígenas y negritudes), y que muchas veces están motivados por la tendencia posmoderna a resaltar las diferencias, en vez de afincarse en la lucha conjunta contra el capital.
Hace mucho tiempo que proletarios y campesinos pobres aprendieron que la lucha por la tierra debe de ser colectiva. Sin embargo, es un craso error que ese carácter colectivo se limite al momento de la reivindicación. Después de conseguirla hay que defenderla, y es materialmente imposible enfrentar, a mediano plazo, el poder arrollador y centralizador del capital, si no es creando potentes estructuras de producción y distribución basadas en la propiedad y la gestión colectivas.
Desafortunadamente, en 1928 la United Fruit Company ganó la pelea y desde entonces los terratenientes y los capitalistas nacionales e internacionales han seguido ganando terreno en el campo colombiano. Sólo una empresa más poderosa hubiera podido en su momento derrotar a la United Fruit Company y crear esa empresa, esa fuerza social, sigue siendo la tarea principal del proletariado, en unión con los campesinos y los demás sectores populares.
Anuska J. Cárdenas: Centro de Pensamiento y Teoría Crítica Praxis
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Notas:
[i] Fonnegra, Gabriel. Bananeras, testimonio vivo de una epopeya. Bogotá, Ediciones Tercer Mundo. 1980
[ii] LeGrand, Catherine. El conflicto de las bananeras. En NHC – Nueva Historia de Colombia: Relaciones internacionales — Movimientos sociales Volumen III. 1.ª edición. Bogotá: Editorial Planeta Colombiana, 1989. Páginas 183 a 217
[iii] https://www.cedesip.org/telegramas-oficiales-de-los-estados-unidos-sobre-la-masacre-de-las-bananeras/
[iv] 1,4 millones según la Gran Encuesta Integrada de Hogares 2014 y 2,4 millones que se pueden inferir del Censo Agrarío de 2014 (ver https://www.centropraxis.co/_files/ugd/ce68dd_721a25c9142f4080bd3d6b544a33c1b5.pdf)
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Fuente: