Este es el país, esta es la sociedad que, con un cinismo olímpico, dice no ser racista.
Por Eric Nepomuceno
. Imagen: AFP
Como si fueran pocos los tremendos problemas enfrentados por Brasil bajo la absurda presidencia del desequilibrado ultraderechista Jair Bolsonaro –tragedia ambiental, caos social, activa campaña anti-vacuna en el mero ministerio de Salud, entre otras aberraciones– el país sufrió un fuerte sacudón a raíz de un acto de barbarie que refleja bien el racismo estructural de mi país y el grado de violencia y odio esparcido por la sociedad.
Faltando poco para las once de la noche del lunes 24 de enero, el joven congolés Moise Kabagambe, de 24 años, fue hasta el boliche donde trabajaba, instalado en la playa de Barra da Tijuca, un barrio de nuevos ricos en Rio. Quería cobrar los cuarenta dólares de dos jornadas de trabajo.
Fue agredido por dos otros empleados del local, uno el gerente, y por un tercer hombre que trabaja en el boliche vecino. Fue literalmente molido a palos con un bate de beisbol y trozos de madera pesada.
Quedó tirado en el piso y con varias fracturas en el cuerpo, lo ataron de pies y manos.
Una mujer que se encontraba en el local pidió ayuda a dos guardias municipales. Ni se movieron porque sabían que tanto el boliche en que Moise fue roto a golpes como el vecino pertenecen a policías militares.
Moise tenía diez años cuando llegó a Brasil junto a sus hermanos traídos por la madre, que se refugió con otros familiares huyendo de la violencia de una verdadera guerra civil entre dos etnias en su Congo natal. Todos se adaptaron bien. Jamás la familia creyó que había escapado de una situación brutal para caer en otra, que le costó la vida al joven.
No es, para nada, un caso raro de violencia contra negros en Brasil. Al contrario, es parte de la rutina bárbara de mi país.
El gran impacto registrado esta vez fue causado por la difusión de las imágenes de las cámaras de seguridad mostrando las agresiones brutales, y por tratarse de un refugiado cuya familia abandonó su país para huir precisamente de la violencia.
En la última década la ola migratoria creció más que el doble, dejando en tierras brasileñas un millón y 300 mil inmigrantes en 2020, frente a los 600 mil de 2010. La mayor parte vino de países de América Latina y el Caribe, especialmente venezolanos y haitianos, y de Senegal y Congo. Más que de la miseria, los africanos huyen de los conflictos entre diferentes etnias.
El brutal asesinato de Moise expuso la precariedad enfrentada por los refugiados africanos en Brasil. Además del racismo, padecen del desprecio por su origen. Muchos inmigrantes africanos cuentan con estudios superiores y títulos de doctor, son políglotas, pero no encuentran trabajo y terminan por aceptar cualquier función, hasta cargar piedras, con tal de mantener a sus familias.
El brasileño suele negar el racismo que encubre a toda nuestra sociedad. Cuando era candidato a presidencia, alguien le preguntó al ultraderechista y actual mandatario qué haría si uno de sus hijos se casase con una negra. Bolsonaro, que dice no ser racista, dio una respuesta aclaradora de lo que piensa la mayoría del pueblo del país que preside: “No hay riesgo, mis hijos fueron bien educados”.
Sí, sí, son innúmeros los casos de negros agredidos y muertos.
Hay casos, sin embargo, que exponen el racismo de manera más clara que otros: en agosto de 2009, Januario Alves de Santana fue detenido en un supermercado Carrefour cuando se preparaba para salir en un auto nuevo. Cinco empleados de seguridad lo agredieron de manera brutal, acusándolo de robar el coche. Casi molido a palos, el joven fue socorrido y llevado a un hospital. Y entonces se supo que acababa de comprar el automóvil en 72 cuotas mensuales.
Los de seguridad que lo golpearon de manera brutal eran negros o mestizos, los tres que atacaron al joven Moise también. Los policías negros son especialmente violentos contra los negros. De los muertos por las fuerzas policiales en Brasil, el 73 por ciento son negros. Cada 23 minutos, un negro muere de manera violenta a manos de las fuerzas de seguridad en Brasil.
Este es el país, esta es la sociedad que, con un cinismo olímpico, dice no ser racista.
En su célebre “El corazón de las tinieblas”, Joseph Conrad describió el Congo bajo dominio belga con una frase: “El horror, el horror”.
La familia de Moise y los congoleses que viven en Brasil saben que aquí sí, está “el horror, el horror”, frente a la indiferencia de millones y millones de brasileños que reniegan el racismo que mata a cada día.
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