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¿POR QUÉ LAS IZQUIERDAS PARECEN INCAPACES DE CONSTRUIR IDEAS DE FUTURO EN UN MUNDO NEOLIBERALIZADO?

¿Por qué el capitalismo no le teme a las distopías?

Esther Peñas


Entrevista a Francisco Martorell Campos

El filósofo y ensayista Francisco Martorell Campos, autor de Contra la distopía.

EDUARDO RIPOLL

Lejos de sentirse perturbado por las críticas y las imágenes distópicas, el capitalismo las impulsa y utiliza como carburante. En un contexto desprovisto de alternativas, el sistema no siente ninguna amenaza. ¿Por qué las izquierdas parecen incapaces de construir ideas de futuro en un mundo neoliberalizado? Francisco Martorell Campos, autor de Contra la distopía, lo analiza en esta entrevista.

Tras defender la necesidad de reinventar la utopía en Soñar de otro modo, el ensayista español Francisco Martorell Campos acaba de publicar Contra la distopía (La Caja Books), un texto que destapa, desde una óptica de izquierdas, las inconsistencias teóricas y las contrariedades políticas de las narraciones distópicas. Combinando la crónica periodística, la teoría cultural, la observación sociológica de la actualidad y el análisis de un gran número de obras literarias y cinematográficas, Martorell traza un mapa del territorio sin concesión alguna.

¿Hasta qué punto la distopía es el reverso menos amable de la utopía?

La frontera entre utopía y distopía es porosa. No tratamos con polos opuestos o excluyentes. En toda utopía habita una distopía potencial, sea porque la civilización que retrata posee rasgos susceptibles de desembocar en el totalitarismo o porque el lector tiene una tabla de valores diferente y experimenta desagrado ante ella. También pasa al contrario, que en toda distopía palpita una utopía implícita, inferida de la negación o reformulación del orden sociopolítico descrito. Además de estas convivencias casi siempre involuntarias, existen distopías diseñadas ex profeso para albergar impulsos utópicos y conatos esperanzadores. Son las denominadas «distopías críticas», protagonizadas por colectivos subversivos que combaten en el porvenir a regímenes inhumanos de índole fundamentalista y/o capitalista, a veces con éxito. En cualquier caso, no creo que la utopía sea por obligación más amable que la distopía. A fin de cuentas, la utopía nace de la misma certidumbre que la distopía: la de que el mundo apesta. Sin esta constatación pesimista, no hay utopía que valga. Utopías como Los desposeídos, La mujer al borde del tiempo y Marte verde no son ejemplos de amabilidad o candidez que digamos, cualidades que sí son achacables a muchas distopías.

¿Cuánto de verdad contienen las distopías?

A mí me gusta analizar la distopía desde dos ángulos. En el primero, aparece como un diagnóstico deliberado y desencantado sobre la civilización, el progreso y el ejercicio del dominio. Por regla general, las tesis «verdaderas» de dicho diagnóstico conviven con apreciaciones inexactas. Contemplada desde el segundo ángulo, la distopía aparece igual que los demás artefactos culturales: como un síntoma de las contradicciones no resueltas del sistema en un momento dado. Eso sucede, por ejemplo, cuando el relato confiere el don de la resistencia a un individuo solitario, o cuando afea el acto revolucionario o identifica la emancipación con el regreso a la naturaleza, o cuando opone de manera tajante realidad y apariencia, libertad e igualdad, humanidades y tecnología, sentimiento y razón. En este ámbito, también se puede decir que la distopía expresa verdades. Verdades, claro está, enunciadas inconscientemente y formadas por contenidos de la ideología dominante.

¿La distopía pone en entredicho al sistema capitalista o lo corrobora?

En tanto que género, la distopía no acostumbra a preconizar el fin del capitalismo, sino a justificarlo. Cuantitativamente, siempre ha sido mayor el montante de relatos distópicos que demonizan regímenes inspirados en el socialismo: relatos confeccionados para que la gente se asuste de los proyectos izquierdistas de transformación y asuman sin rechistar los valores liberales y/o conservadores (la libertad del individuo, la familia, la intimidad, la tradición y demás). Es verdad, no obstante, que la distopía cuenta desde sus orígenes con una corriente anticapitalista relevante, y que a lo largo del siglo XXI ha aumentado el volumen de distopías dedicadas a reprobar al capitalismo. Pero, salvo excepciones como Jennifer Gobierno, La chica mecánica y títulos minoritarios como Sleep Dealer, la mayoría de aportaciones recientes no pueden tildarse de anticapitalistas en sentido estricto. Lo que de verdad patrocinan es el capitalismo con rostro humano, fantasía subyacente a Wall-E, 3%, Elysium, In Time, Ready Player One, El corredor del laberinto y otras muchas historias semejantes. A pesar de su talante moderado, el sentido común nos dice que tales producciones deberían alentar, por poco que fuera, la indignación y susceptibilidad hacia el sistema capitalista. No parece que sea el caso. Dado el gran impacto de las distopías citadas, los efectos contestatarios ya deberían notarse. ¿Alguien los nota? Yo no. Tal vez estas ficciones solo reafirman a los ya convencidos o despiertan la duda en personas puntuales, eventualidades insuficientes para hablar de una capacidad de politización y reclutamiento mínimamente significativa, que trascienda la adopción del atrezzo correspondiente en esta o aquella manifestación. Es importante reparar, asimismo, en que el aluvión actual de distopías que eligen al capitalismo como diana prospera en un contexto desprovisto de alternativas, neoliberalizado de arriba a abajo. Si nos atenemos a las evidencias, resulta obvio que al sistema no le hace daño ser desacreditado. Mientras sus oponentes se limiten a denunciarlo y no conciban nuevos modos de organización política que ilusionen a la gente, dormirá a pierna suelta. Lejos de sentirse perturbado por las críticas, el capitalismo las impulsa y utiliza como carburante. Su hegemonía es de tal envergadura que las absorbe, las procesa y, finalmente, las evacúa en forma de mercancía con la que entretener a las masas y conseguir pingües beneficios, eventualidades que cualquiera puede constatar si se fija, fuera de la distopía tal cual, en las paradojas acarreadas por El juego del calamar. Mark Fisher señaló a propósito de Wall-E que la ideología capitalista es hoy anticapitalista. Enzo Traverso me comentó durante una entrevista algo análogo a propósito de La casa de papel. Sospecho que ambos tienen razón, que en la situación reinante la crítica desprovista de alternativas colabora en la reproducción de lo criticado y nos acostumbra a prescindir de ideas para superarlo.

¿Hay algo de masoquismo por esa querencia por las distopías tan en boga en series, libros, películas...?

Lo que a mi juicio padecemos es una autoindulgencia ilimitada, un placer obsceno en sentirnos los más desgraciados de la historia y los culpables de todos los males imaginables, apreciaciones que confluyen en el sentir de que estamos a punto de recibir castigos demoledores. Beneficiada por tal atmósfera, la distopía se hace multitudinaria, desborda su hábitat constitutivo y condiciona el grueso de imaginarios culturales. Vehicula la fascinación por el apocalipsis y la primacía del miedo típicas de nuestras sociedades. Que se haya convertido en una moda triunfal financiada por los grandes estudios y las principales editoriales y plataformas no es más que la punta de iceberg de procesos más amplios y transversales. La pose decadentista cotiza al alza, especialmente en la teoría cultural, consagrada a lanzar jeremiadas sobre el colapso, el exterminio y el control absoluto. Los profetas del desastre con ínfulas eruditas detectan riesgos muy serios y delatan ignominias intolerables, pero sin insinuar ninguna solución inteligible. Atrapado por el halo distópico, el pensamiento sucumbe a las mismas paradojas que las distopías de la ciencia ficción y se encharca en un bucle de diagnosis, reprimendas y advertencias que no inquietan a nadie ni cambian nada. Por increíble que parezca, es el tipo de pensamiento que más beneficia al sistema. Aporta conocimiento sobre los efectos e idiosincrasias del poder mientras reprime cualquier esperanza capaz de desafiarlo.

¿Por qué no existen alternativas inspiradoras, intentos «de engendrar un ordenamiento social distinto»?

Por una parte, a causa de la preponderancia del sesgo distópico que acabo de comentar. Por otra, porque el capitalismo ha coronado la globalización y es harto complicado esquivar sus coordenadas y alumbrar alternativas dignas de ese nombre. Si intentamos imaginar futuros civilizados, justos y prósperos donde el sistema capitalista no exista, descubriremos que la imaginación se encuentra predeterminada por él y que resulta necesario depurarla. Por suerte, y después de más de cuatro décadas, empieza a tomarse conciencia de la gran relevancia de este asunto. El decrecentismo, el aceleracionismo y el solarpunk son muestras heterogéneas de la ambición, todavía en ciernes, de abandonar la zona de confort distópica y reconquistar utópicamente el futuro.

¿El género distópico es más proclive a los postulados de la izquierda?

En absoluto. En un capítulo del libro desvelo que el género distópico rebosa de obras ultraconservadoras, explícitamente antiecologistas, antifeministas y antisocialistas. Mención aparte merecen las muy desconocidas distopías retrógradas españolas publicadas en las cuatro primeras décadas del siglo XX. O los usos reaccionarios de la distopía en la actualidad, con los ultraderechistas españoles, los conspiranoicos trumpistas de Estados Unidos y personajes de la talla de Froilán de Marichalar apropiándose de la simbología de 1984, Matrix o V de Vendetta. Sin olvidar a Los juegos del hambre, Divergente y el conjunto de distopías juveniles más famosas, alegorías aparentemente empoderadoras y prorevolucionarias que a poco que se las examine con seriedad se muestran como auténticos aparatos de propaganda del individualismo y el libre mercado. Adonde quiero llegar es que el éxito de la serie El cuento de la criada no debe hacernos perder de vista que el repertorio distópico se amolda a cualquier ideología política. Cierto es, lo dije antes, que hay distopías izquierdistas, pero el análisis certifica que también producen efectos conservadores a día de hoy. Hasta las más insurrectas colaboran del cierre ideológico que bloquea la imaginación e incentivan conductas contemplativas, fatalistas o defensivas.

¿Existe el peligro de que la gente crea que con ver distopías toda lucha política está resuelta? (en el sentido de que hay quien piensa que escribir algo en Facebook es ir a la guerra, mostrar su lucha anticapitalista).

Algo de eso ocurre. En la década de 1990, abundantes intelectuales de vanguardia pensaban que deconstruir textos era una intervención política radical de gran relevancia, en la medida en que sacaba a relucir los modos en que el malvado falogocentrismo maniobra en las catacumbas del canon literario y filosófico occidental. Hoy este textualismo corre paralelo a la distopización de la cultura y da pie a que determinados individuos con arrebatos reivindicativos vean saciada su inclinación a sentirse rebeldes, escépticos e incisivos leyendo y viendo distopías.

¿Por qué «toda distopía legitima el presente»?

Por la metodología que emplea. Porque compara el presente con un futuro peor. Sea conservadora o progresista, llamamos distopía a un relato que describe una civilización venidera más injusta, represiva y cruel que la del lector. La consecuencia inevitable es que el presente siempre resultará preferible por comparación. Incluso en las obras que quieren cuestionarlo, se abre paso el «virgencita, virgencita, que me quede como estoy», el sentir placentero de que, al fin y al cabo, no estamos tan mal, que las cosas podrían ser peores, que, pese a las imperfecciones de la sociedad circundante, tenemos suerte de no vivir en el universo de la novela o la película en cuestión. Cuando la gente dice que ya vivimos en una distopía, se deja llevar por la moda y utiliza mal el término. La distopía es, por definición, peor que el presente, no importa lo terrible que este sea. Su objetivo no es otro que atemorizar a la gente para que salga de la inopia, pase a la acción y evite que los peligros narrados (el socialismo totalitario, el capitalismo sin cortapisas, el integrismo extremo, el colapso climático…) se hagan realidad. El problema, me parece, es que las amenazas no inmediatas, concernientes al futuro, dejan indiferente a gran parte del personal, que se resiste a alterar su modus vivendi y cede la responsabilidad de gestionar el desaguisado a los descendientes. Además de esto, la saturación de distopías es tan desproporcionada que el público se ha habituado a las predicciones aciagas y ya no experimenta miedo alguno.

¿Qué le llevó a escribir el libro?

La exigencia personal de finalizar el proyecto que inicié con Soñar de otro modo. En ese ensayo focalizaba la crítica en la utopía moderna con vistas a desvelar sus contraindicaciones y sugerir vías para gestar utopías renovadas. Aunque ya dejaba constancia de que el apogeo de la distopía era un obstáculo añadido para los objetivos de la izquierda, no profundicé en el asunto. Ahora lo he hecho. No ha sido un libro fácil de escribir. Mal que bien, puede considerarse pionero. Existen, ciertamente, libros muy buenos sobre la distopía, pero todos ellos pecan de un exceso de formalismo y coinciden en exaltarla. Faltaba uno dedicado a radiografiar sus aspectos sospechosos, materia que solo habían abordado artículos o pasajes breves, centrados en temáticas y obras específicas. Por otro lado, es cada vez más habitual escuchar a personas lamentarse de que hay muchas distopías y pocas utopías. Cuando menos te lo esperas, alguien lo dice. Pues bien, mis dos libros nacen del deseo de dotar de contenido a ese dictamen y ayudar a que no acabe reducido a la categoría de eslogan inofensivo, mantra bienintencionado o rótulo de la Vanity Fair.

¿Cómo encara la crítica de un género tan amplio y diverso como la distopía?

Mis reproches a la distopía parten del supuesto de que las historias que las sociedades se cuentan a sí mismas influyen de manera decisiva en sus expectativas, emociones y actitudes. Puesto que actualmente esas historias son principalmente distópicas y sus secuelas prácticas no se antojan, visto lo visto, prometedoras para los intereses progresistas, me parece urgente indagarlas y someterlas a juicio. Las diatribas que lanzo contra la distopía son de carácter político y tiran de muchos hilos. Puestos a sintetizarlos, diría que giran en torno a tres circunstancias: al papel reconciliador que desempeña el género distópico en la sociedad contemporánea, a los impactos negativos que deja en los receptores y a las inconsistencias conceptuales en las que se basa. Los dos últimos apartados resultan de especial interés, pues muestran que la distopía no solo es contraproducente ahora mismo porque armoniza con, y es promovida por, las tendencias sistémicas en curso (generalización del miedo, impotencia ubicua, ausencia de alternativas). Ni siquiera porque gran cantidad de distopías sigan haciendo caso omiso de quién manda ahora y continúen alertando de lo malignas que son la planificación social, la igualdad y la colectividad. La distopía es contraproducente porque, al margen del ideario que profese cada texto particular, estimula, en el peor de los casos, la desmovilización resentida, y en el mejor la movilización reactiva, limitada a evitar males mayores, no a alcanzar nuevos bienes. Por si esto fuera poco, el análisis de las novelas, películas y series distópicas certifica que tratamos con un discurso que depende, salvo contadas excepciones, de unas nociones de individuo, Estado, revolución, tecnología, naturaleza y realidad profundamente cuestionables y simplistas, incluso despolitizadoras, con independencia del tipo de distopía de que se trate (contrarrevolucionaria o revolucionaria, de la automatización o del yo contra el mundo, de la realidad virtual o del yo confinado, etcétera).

Si tuviera que recomendar un par de títulos distópicos imprescindibles, ¿cuáles serían?

Recomendaría muchos. Mi propósito, vaya por delante, no es que la gente deje de consumir distopías, sino que lo haga con sentido crítico y a sabiendas de que es preciso equilibrar la balanza y consumir o, mejor todavía, concebir utopías si de verdad esperamos retomar la iniciativa política. Dicho esto, aconsejaría La parábola del sembrador, inicio de una trilogía que quedó inconclusa justo en el momento en el que la autora, Octavia Butler, iba a reemplazar la crítica del futuro atroz rendido a la extrema derecha y el cambio climático por la descripción de la sociedad alternativa edificada por los rebeldes en otro planeta. También recomendaría la película Hijos de los hombres (Alonso Cuarón, 2006), guiño a los activistas de mediana edad para que aparquen el nihilismo pasivo del cascarrabias y vuelvan a comprometerse cuando todo parece perdido. Y no hay dos sin tres: el cómic Transmetropolitan, ácida y divertidísima soflama antineoliberal no exenta de claroscuros.
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Este artículo es producto de la colaboración entre Nueva Sociedad y CTXT. Puede leer el contenido original aquí.

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