Supercorte: un engendro
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Por: Rodolfo Arango
La creación de una "Supercorte" para juzgar a altos funcionarios, entre ellos a los congresistas, tiene un tufillo a revancha.
La reforma parece más un ajuste de cuentas con la Corte Suprema de Justicia por su desempeño en los últimos años que una propuesta bien intencionada. Recordemos que la Sala Penal de la Corte Suprema procesó a un tercio de los miembros del Congreso por paramilitarismo, y esa misma Corte la que pierde la competencia para investigar y juzgar a los legisladores. Se trata de una venganza anunciada. Ingenuo sería pensar que tarde o temprano los legisladores –por solidaridad de cuerpo o por interés propio– no ripostarían “podando” las funciones de la Corte Suprema. La audacia es aún mayor. Ni cortos ni perezosos, los congresistas quieren además nombrar ellos mismos parte de sus “jueces naturales”. Todo sucede mientras la Corte Suprema investiga a varios “pesados” senadores y representantes por el delito de tráfico de influencias en la Dirección Nacional de Estupefacientes. ¡Inoportuna la reforma, por decir lo menos!
La “Supercorte” nombrada parcialmente por sus potenciales procesados es un exabrupto jurídico. Los principios de imparcialidad de la justicia y de separación de las ramas del poder público son desconocidos por el acto legislativo. El régimen republicano y democrático se pone en riesgo con la comentada reforma. No existe separación del poder público cuando quien es investigado y juzgado nombra, así sea parcialmente, a sus propios jueces. El contubernio entre legisladores y jueces impide el necesario control que caracteriza a una justicia objetiva e imparcial. La abierta injerencia del Congreso sobre la administración de justicia no se compadece con nuestra tradición civilista. De generalizarse este diseño judicial, ya pronto cada sector social u organismo oficial buscará la creación de un cuerpo especializado autonombrado para que lo investigue y juzgue (¿absuelva?). El fuero militar también apunta en el mismo sentido: militares juzgando militares, algo superado en el mundo civilizado.
Como en otros momentos de asedio a la Corte Constitucional, la población debería rodear a la Corte Suprema de Justicia para impedir que pierda una de sus más valiosas competencias. El argumento de que la reforma garantiza el conocimiento del caso por la Corte Suprema en segunda instancia no es valedero. No es lo mismo intervenir eventualmente en calidad de tribunal de “alzada” o de segunda instancia, que hacerlo también como tribunal de investigación y juzgamiento. La Sala Penal de la Corte sólo intervendría si el procurador –nombrado por los congresistas– apela la decisión absolutoria o preclusiva. De personas como Alejandro Ordoñez dependería que la Corte Suprema llegara a conocer del proceso penal contra congresistas. ¡Vaya garantía de verdad y justicia!
La Corte Suprema de Justicia parece convertirse en víctima de su propio desempeño. No hubiera perseguido penalmente a los legisladores, no tendría que soportar ahora los embates de los sectores lesionados. Por fortuna para el Estado de Derecho, la Suprema no fue inferior a su mandato. A una reforma a la justicia, servida a la carta de sus destinatarios, es necesario oponerse frontalmente: ella subvierte los principios fundamentales del Estado de derecho. Transitamos tiempos aciagos, por cierto. Pero la tradición republicana del país puede aún ser preservada y triunfar sobre la sinrazón de los intereses corporativos. La fuerza de la razón y la voz del pueblo son para ello indispensables.
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