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El
mercado para legos
Marcos
Roitman Rosenmann
La Jornada
Un
nuevo dios recorre el mundo, el mercado. Son muchos quienes temen su presencia.
Nada más pronunciar su nombre se ponen a temblar, les entra el miedo, pierden
la compostura y no saben dónde meterse. Entre sus cualidades destaca la
omnipresencia. Su sombra cubre el planeta. Quienes lo provocan sufren la ira
del supremo. Posee un hambre insaciable, nunca está satisfecho y exige tributos
a diario. Las ofrendas tributadas provienen del sector público. Traga compañías
de electricidad, hospitales, redes telefónicas, de navegación, viviendas
sociales, universidades, etcétera. Nunca le hace asco a la privatización. Se
pierde por la desregulación. Le encanta ver a los suyos portar viandas llenas
de contratos basura, trabajo precario y despido libre. Se pirra por la esclavitud
infantil, los inmigrantes sin papeles, la trata de blancas, el desahucio por
impago o el lavado de dinero. Se atiborra de corrupción, fraude fiscal y
subidas de IVA. A banqueros, empresarios y trasnacionales les ofrece, a cambio
de profesar su doctrina, un trato de favor. Los exonera de impuestos, pagos a
la seguridad social y les otorga el plácet para ejercer la usura. Asimismo, les
bendice cuando realizan cualquier transacción donde se cobran comisiones
abusivas a costa del sufrimiento de las mayorías sociales empobrecidas.
Invocarlo
en vano es una insensatez. Mejor plegarse a sus designios, de lo contrario
desata su furia y castiga a los paganos con incertidumbre, miseria, hambre y
muerte. Sus seguidores constituyen una secta. Fanáticos que practican rituales
de sangre cuyo chivo expiatorio, el Estado del bienestar, degüellan, ofreciendo
su cabeza al capital financiero y las trasnacionales. En su nombre se convocan
reuniones internacionales, aquelarres en las cuales prima el despilfarro, acompañado
de buenas viandas. Son cónclaves cuyos apóstoles se dan a la tarea de redactar
homilías y sermones a los infieles. En ellos fijan objetivos e identifican a
los enemigos, declarándoles una guerra a muerte. Tras la hecatombe, derrotado
el hereje, se le ofrece una paz consistente en la reconstrucción. Es el momento
para hacer negocios, repartir comisiones, ahondar en la corrupción y poner
gobiernos conversos. Así, el dios mercado se siente satisfecho y pletórico. En
caso de resistencia, sus cruzados invaden el territorio permitiendo aumentar
los beneficios del complejo industrial-militar, uno de sus más leales
seguidores.
Para
venerar al nuevo profeta se erigen catedrales. Entre las más conocidas, citamos
la sede del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización
Mundial del Comercio. Asimismo, un lugar rancio se transforma en templo de
peregrinación diaria, las bolsas de valores. De allí emanan los oráculos para
el conjunto de los mortales. Con un lenguaje críptico nos declaman los idus del
día. No hay país, grande o pequeño, rico o pobre, que no se precie de tener, al
menos, uno de estos templos. Allí, también ventilan sus pecados y bendicen su
suerte. Igualmente posee, como toda religión totalitaria, un tribunal
inquisidor, un centro para el control de la fe y la doctrina. En este caso son
las agencias de calificación de riesgos. Con casi un centenar de ellas
esparcidas por el mundo, destacan tres: Standar&Poor’s, Moody’s Investor
Service y Fitch Ratings. Al más mínimo desliz se abalanzan sobre el infractor,
al cual torturan hasta que se retracte, utilizando todos los métodos a su
alcance. La ortodoxia debe ser garantizada a cualquier precio.
Al
nuevo dios no hay nada que se le resista, pertenezca al reino vegetal, animal o
mineral. Bosques, selvas tropicales, océanos, ríos, plantas, animales, oro,
plata, coltán, petróleo, forman parte de los bienes tributados por sus
acólitos. El mercado tiene cara de pocos amigos, siempre está dispuesto a
provocar el caos. Aunque todo hay que decirlo, hubo un tiempo donde su poder
era escaso y sus adoradores unos pocos cientos. Sin embargo, lentamente, sus
discípulos fueron tejiendo redes y ganando adeptos hasta convertirlo en dios de
dioses. En esta labor de proselitismo se le atribuyeron milagros como bajar la
inflación, racionalizar los recursos, gestionar mejor y haber vencido al
maligno en forma de comunismo. Con su espada justiciera luchó contra todo aquel
que defendiera políticas de igualdad, pleno empleo, redistribución de la renta
o patrocinara la inversión pública. Los herejes y resistentes han sido
perseguidos. Considerados escoria deben ser destruidos. Sólo les queda un
camino, entonar el mea culpa. Y para expiar los pecados tendrán que hacer
penitencias. La primera y más destaca consiste en divulgar el evangelio escrito
por sus apóstoles: Hayek, Von Mises, Smith, Mandeville, Rawls o Friedman.
La
economía de mercado se ha impuesto por la fuerza. Sin poder demostrar ninguno
de sus milagros, se refugia en la violencia y ejerce la censura. La mejor
manera para garantizar su hegemonía es recurrir al miedo y sembrar la
desesperanza. Cada vez que es combatida se aferra a su profecía: “sin mercado
no hay vida, intentar controlarlo nos aboca al fracaso como especie. O lo
cuidamos y facilitamos su expansión o vendrán tiempos de estanflación, recesión
e ingobernabilidad. No habrán centros comerciales, televisores de plasma en 3D,
celulares, ordenadores, pensiones, ni crecimiento. Banqueros y empresarios se
verán avocados a despedir a millones de gentes y por último se restringirá el
uso de tarjetas de crédito. Volveremos a la edad de piedra. Para evitar que la
profecía se cumpla y su maldición caiga sobre nuestras almas, debemos
mantenernos firmes. La solución propuesta es sencilla, hay que apostatar de la
democracia, incluso la representativa, la justicia social, la igualdad, la
dignidad, la ética, y la cooperación social para el bien común. ¡¡Por favor
soltemos amarras y demos la bienvenida al nuevo mesías!!
En
la economía de mercado, sus voceros anuncian la salvación de la humanidad si
dejamos actuar su mano invisible mediante la ley de la oferta y demanda.
Defensores acérrimos del lucro, la usura, practicantes del individualismo, la
moral egoísta, la competitividad y el despilfarro, no tienen escrúpulos en
mentir. Tras años de predicar las buenaventuras del dios mercado, ninguna de
sus promesas se han cumplido. Más inflación, desempleo, pérdida de derechos
sociales y políticos, por tanto involución en los derechos humanos. La crisis
actual lo atestigua. Aún así, le rezan, ponen velas y brindan las últimas
ofrendas para saciar su hambre de privatización, esperando de esa manera colmar
su voraz apetito y apacigüe su ira sacándonos de la crisis. Bienaventurados los
incrédulos, de ellos será el reino del mercado. Amén.