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SISTEMA PATRIARCAL Y DESARROLLO PROFESIONAL DE LAS MUJERES

Sistema patriarcal y desarrollo profesional de las mujeres


Iratxe Garay Etxaniz 

La justicia está contextualizada y es proporcional o debería serlo. El ser justos sí se basa en ser iguales, en el principio de la igualdad, pero tiene que contextualizarse ya que la igualdad no significa dotar de una posición igual y uniforme sino que significa equiparar la situación de cada uno/a en la sociedad (Miller, 2011:144). De acuerdo a este razonamiento, la defensa de la igualdad implica igualdad de oportunidades y de recursos, lo que en determinados casos exige medidas de carácter positivo que combatan las desigualdades estructurales de género.

En la medida que el sistema patriarcal ha defendido la supremacía del hombre sobre la mujer, la distribución desigual de las oportunidades y de los recursos ha redundado en ausencia de justicia. El reparto injusto del poder se exterioriza y se perpetúa en las relaciones, acciones y decisiones cotidianas. En esa relación desigual del poder, uno siempre vence al otro. Ya lo decía Sennett al explicar la autoridad, cuando decía que un soldado podría morir por un oficial de voluntad o por un oficial mediocre puesto que es el título lo que lo hace relevante; de esta misma manera se puede entender la relación desigual de poder, las mujeres en ese sentimiento de inferioridad hacia los hombres permiten que estos o el sistema que los rige las domine, siendo así la mujer el soldado que moriría y el género masculino cualquier oficial, ya que este encarna el patriarcado en sus prácticas (Sennett, 2006). Esa relación de tensión y de poder desigual supone una división de las tareas según el sexo de las personas. Los hombres encarnan el sujeto discursivo en el ámbito público, estos son las personas reconocidas en la sociedad por esa capacidad y como tal, forman parte de los agentes económicos, políticos y jurídicos que la conforman. En lo referente al ámbito privado, se caracteriza por el afecto, la sexualidad y la familia (modelo nuclear), por lo tanto no tiene ninguna validez social relevante. En este sentido, y habiendo dicho que los hombres pertenecen al ámbito público y las mujeres al privado, el género femenino se ve excluido de ese reconocimiento social, político, económico y cultural (Medina, 2013: 14).


Características de la era industrial: sinergias entre patriarcado y capitalismo

La sociedad genera y alimenta ideas que conforman una la visión de la realidad que ha seguido criterios de jerarquización y de desigualdad estrechamente relacionados con los componentes culturales, el género, la etnia y la religión. Estas desigualdades y las relaciones asimétricas de poder han supuesto un no reconocimiento de las identidades de las personas; por este motivo, las luchas se han prolongado a lo largo de los siglos con el objetivo de conseguir una igualdad y reciprocidad social, que incluso durante mucho tiempo han sido jurídicamente rechazadas. Si tenemos en cuenta que este ensayo se centra en las desigualdades de género, debemos subrayar hasta qué punto la realidad social se ha construido históricamente según las bases del sistema patriarcal, haciendo uso de diversos mecanismos de dominación. Al ser plurales las mujeres y también los contextos en los que se ejerce dicha dominación, esta puede resultar más explícita y manifiesta o más sutil y latente.

De diversas maneras, las mujeres han sido durante siglos actores sociales y ciudadanas de segunda clase y semejante situación se vio legitimada por determinados discursos filosóficos y médicos. Tomemos como ejemplo a Rousseau, uno de los padres de la filosofía y de la ciencia política moderna y prototipo del pensamiento ilustrado misógino. En su obra El contrato social (1762) afirmaba que las mujeres no son animales racionales, por lo tanto no tienen capacidad ni decisión política alguna (Rousseau, 2004). Amparándose en afirmaciones como esta, se fue generando un modelo identitario de mujer heterodesignado y dependiente tanto del cónyuge como del Estado protector. Esa dependencia supuso la equiparación de la posición social de la mujer a la de un niño, igualando así la capacidad social de la mujer a la de un actor social de inferior escala (Fraser, 2016:115).

La sociedad alienada por el sistema patriarcal repite y reproduce fallas éticas con miembros de su comunidad. Las dificultades que encuentran las mujeres a la hora de integrarse en el mundo laboral no vienen dadas per se, sino que bajo el sistema se distorsionan las capacidades que pueden tener estas, sufriendo así una cadena de serias desventajas sociales. En la segunda mitad del siglo XIX, el sociólogo Herbert Spencer replanteó la teoría evolucionista desde una nueva perspectiva. Según esta «ley», Spencer dedujo que el cuerpo humano tenía una determinada cantidad de energía que se destinaba al funcionamiento de sus órganos vitales. Esta teoría indujo a creer que las mujeres debían utilizar ese gasto de energía en beneficio de sus órganos reproductores (Calvo, 2016:33). Se trató de deducir y demostrar mediante datos empíricos y pruebas científicas que las mujeres debían olvidarse de ejercer carreras profesionales como la de maestra y dedicarse solamente a la función de reproducir y de engendrar puesto que de otra manera degeneraría la prole y por ende la sociedad.

“En 1915, el costarricense Luis Felipe González Flores, secretario de Instrucción Pública y subsecretario de estado, fundador de la Escuela Normal y hoy benemérito de la Patria, encontraba inconveniente la presencia de maestras en la escuela debido a la «idiosincrasia psicológica» de las mujeres: débiles, maleables, estacionarias, sensibles, impresionables, de voluntad oscilante y atención superficial, más imaginativas que intelectuales; de «memoria pasiva», «imaginación dispersa», incapaces «de crear, de sacar conclusiones propias» y de «inducir algo nuevo a partir de los hechos»; con «menor espíritu crítico» y «menor discernimiento» que el hombre. Por lo tanto, declara que las mujeres por «su cerebración» no soportan la carrera magisterial y, si se empeñan en ella, no lo hacen «impunemente para su salud»” (Calvo, 2016:71)

Durante siglos, las mujeres permanecieron en el ámbito privado, dedicadas a la crianza de los hijos/hijas y del marido trabajador. En ese modelo de familia dominante la independencia y la economía estaban en manos única y exclusivamente del hombre trabajador y cabeza de familia. De este modo, los varones se han visto privilegiados por la monopolización del espacio público, mediante los derechos civiles y políticos que les fueron siendo reconocidos. Por eso, históricamente, cualquier descubrimiento o aportación realizada por alguna mujer se ha menospreciado y se ha considerado como mínima, secundaria y poco relevante; de esta manera, y recluidas ya las mujeres en el ámbito privado, las decisiones que en él se tomaban no afectaban más que a la unidad doméstica, sin poner en peligro el poder dominante ni tener mayor impacto social. Así pues, el ámbito privado se ha perpetuado como esfera de lo femenino, atribuyendo a las mujeres el único objetivo de ser la mejor madre, esposa y ama de casa y el mayor logro, conseguir una familia feliz y exitosa, siguiendo los estándares de la época, lo que se conoce como una familia del sueño americano o malebreadwinner (Dones i Treballs 1, 2003).

“Habían encontrado la verdadera ocupación femenina. Como amas de casa y madres eran respetadas en la misma forma que lo eran los maridos en su mundo. Podían elegir libremente sus automóviles, sus trajes, sus aparatos electrodomésticos, sus supermercados; tenían todo lo que la mujer había soñado siempre.” (Friedan, 1965: 32)

La dependencia y la reclusión de la mujer en el ámbito privado se ha dado como correlato de la era industrial, en la que la independencia del obrero varón, blanco, que sustentaba la familia y ratificaba el ideal de salario familiar 2 estaba fundamentada en la dependencia económica de las mujeres, blancas. Es decir, la independencia económica del hombre trabajador blanco podía darse gracias a la dependencia económica de las mujeres blancas. Nos encontramos por lo tanto en un contexto en el cual la mujer es dependiente social, jurídica, política y económicamente de su esposo, en el que incluso mujeres casadas trabajadoras asalariadas no podían controlar legalmente su economía (Fraser, 2016: 119).

Con el fin de hacer de este tipo de familia el modelo social dominante, a lo largo de la historia se han ido creando normas específicas que la mujer tenía que interiorizar y cumplir para así poder proporcionar todo el apoyo y bienestar dirigido exclusivamente al desarrollo y éxito profesional del marido y la manutención de sus hijos e hijas. Cualquier familia que se distanciara de este modelo era tachada de desestructurada y la mujer que no cumplía las expectativas sociales definidas en semejantes términos era calificada como ser incompleto e indigno; en este sentido, la mujer tenía que encargarse del resto de las cosas que no revertían en el ámbito público, dicho en otras palabras, de la vida en todas sus dimensiones. La función primordial de la mujer era la reproducción, cuidar de los niños, darles seguridad y cariño. Manuel Castells ejemplificaba dicha función con la siguiente expresión: “vales lo que pares”. Las mujeres valían por lo que parían y por como cuidaban. Así se generó el hombre unidimensional, el del poder y la producción, y la mujer multidimensional, la que asumió el resto y se consagró socialmente la división histórica entre el dominante y la dominada.

“De esa división histórica del trabajo surgieron dos culturas, una dominante, otra dominada, que se convirtieron en esencias a través de los mitos de los masculino y lo femenino hasta parecernos lo natural” (Castells y Subirats, 2016:16).

Para hacer factible el cumplimiento de esas normas sociales y legitimar, “naturalizar” ese modelo de familia hegemónico, uno de los recursos más frecuentes ha sido el de la violencia simbólica. Esta violencia no se ha dado en general explícitamente, sino que de manera sutil y alimentando la preeminencia universal de los hombres se ha afirmado en las estructuras sociales haciendo de la división sexual del trabajo un orden social mediante el cual se le ha instigado a la mujer a interpretar una serie de roles fundados en estereotipos bajo el miedo a represalias sociales y personales Las relaciones de poder desiguales se dan entre dos sujetos, los dominados y los dominantes. En una pareja él es que tiene la posición dominante, pero no por que esta sea su posición intrínseca sino porque ellas le confieren esa posición, por la autodepreciación que ellas aplican en las relaciones de dominación. Es decir, las dominadas son dominadas por el hecho de que se les cree inferiores y ellas mismas así lo creen por la asimilación de esquemas mentales que son el producto de las relaciones de poder (Bourdieu, 2000:49). En el caso de que este tipo de violencia no fuera suficiente para controlar y adoctrinar a la mujer, entonces se ejercía y se ejerce la violencia física. En este sentido, podríamos hacer un paralelismo con el triángulo sobre la violencia de la teoría de la violencia de Johan Galtung; según esta teoría existen tres tipos de violencia: violencia directa (física, sexual y psicología), violencia estructural (techos de cristal, brechas salariales, etcétera) y violencia cultural o simbólica, paraguas legitimador de la realidad social violenta. La violencia directa es la más visible. En cambio, la violencia estructural y la cultural o simbólica son invisibles e indicen directamente en las actitudes y comportamientos de las personas.

“Se rechaza el malentendido común de que «la violencia está en la naturaleza humana». El potencial para la violencia, como para el amor, está en la naturaleza humana pero las circunstancias condicionan la realización de ese potencial. La violencia no es como comer o las relaciones sexuales, que se encuentran por todo el mundo con ligeras variaciones. La grandes variaciones en la violencia se explican fácilmente en términos de cultura y estructura: la violencia cultural y estructural causan violencia directa, utilizando como instrumentos actores violentos que se rebelan contra las estructuras y empleando la cultura para legitimar el uso de la violencia” (Galtung, 1998:15).

En esa posición de inferioridad femenina, se pueden diferenciar tres etapas históricas que muestran el progreso de la dependencia. En la era preindustrial, la dependencia no era un signo estigmatizante, era una característica más de la sociedad del momento; en la industrialización esa concepción fue cambiando y lo que antes no era malo y era lo normal se convirtió en síntoma de vergüenza. En la era industrial, sobre todo en sus inicios, existían dependencias buenas o propias de algunas personas, como mujeres y “razas oscuras”, que era intolerables para los hombres. Existían tres iconos diferentes de dependencia: a) “el indigente” – corrupto, degradado, sin voluntad por vivir de la caridad-; b) el “nativo colonial” o “el esclavo” – sometido político, salvajes, infantiles, sumisos. Su trabajo era fundamental para el progreso –; c) el “ama de casa” – pasaron de ser compañeras a parásitos -. Quienes quisieran ser miembros de la sociedad debían distinguirse de estos tres grupos.

A finales del siglo XIX es cuando el término dependencia adquiere una doble connotación desde la perspectiva moral, la dependencia buena y la dependencia mala. La dependencia buena hacía referencia a la dependencia familiar, que incluía niños y mujeres casadas. La segunda, la dependencia mala se refería a la caridad, a las personas receptoras de beneficencia. Es en la era posindustrial cuando comienzan a consolidarse los cambios impulsados por los movimientos feministas, de modo que la dependencia jurídica y política se considera ilegítima e injusta, y se cuestiona radicalmente la dependencia económica de las mujeres. En estos términos el modelo económico va alejándose del ideal del salario familiar y va centrándose más en la dependencia individualizada 3. A su vez, debido a los movimientos de liberación feminista y de gays y lesbianas, el modelo familiar dominante se ve erosionado y comienzan a surgir nuevos modelos de familia; los divorcios se extienden, se crean leyes de género que normativizan la situación de las mujeres hasta el momento; además, el ideal del salario familiar se ve desplazado con el surgimiento de alternativas económicas (Fraser, 2016).

De este modo, la sociedad patriarcal ha ido creando pautas en las que el género ha fijado una diferencia clave en el terreno de las oportunidades vitales. Se han construido disposiciones y roles diferentes para mujeres y para hombres, que han derivado en ventajas para unos y desventajas para otras. Disposiciones y roles que, por otro lado, se han naturalizado en los procesos de construcción social, actuando, a su vez, como instrumentos de legitimación del sistema patriarcal y de sus tendencias androcéntricas 4.

El género, la etnia o raza y la cultura son algunas de las variables que determinan la creación del actor social. Se pueden identificar prácticas culturales tomadas como hábitos o tradiciones que hegemonizan y legitiman el sistema patriarcal, la mayoría de estas prácticas tienen que ver con el capitalismo, sistema económico que, mediante la producción y reproducción de productos y personas, perpetúa la dependencia y las desigualdades creadas a partir del patriarcado. Por lo tanto, existe un círculo vicioso por el que capitalismo alimenta el patriarcado y viceversa. Son las mismas ideas básicas y principales las que sustentan el capitalismo y el sistema patriarcal, dicho círculo llega hasta tal punto de perversión que no se sabe cuál de los dos es el original; sin embargo, ha quedado demostrado que, sin un sistema económico capitalista, al sistema patriarcal le faltaría una pata, bastante sólida durante largos años, en la que sustentarse ya que esta se quedaría exenta del proteccionismo del Estado, el padre de las sociedades. De la misma manera, sin el sistema patriarcal, al capitalismo también le faltaría una pata. Siendo parcas en palabras, el capitalismo ha reforzado un ideal y prototipo de ciudadano en el que la raza blanca, la posición económica media- alta, hombre “cabeza” de familia y trabajador asalariado con esposa e hijos/as devotos ha sido el ideal y la razón de ser; de acuerdo a este argumento, ese ideal y ese ciudadano prototípico no se hubiera podido consolidar como tal si el sistema patriarcal no hubiera reforzado los estereotipos de género anteriormente mencionados. Estos estereotipos insertos en el sistema que hemos explicado ayudan al desarrollo de pensamientos como la poca rentabilidad de la mujer, o la poca efectividad y poco rendimiento que esta puede tener en el mercado laboral. En definitiva, una especie de círculo vicioso entre capitalismo y patriarcado que ha consolidado las sociedades que conocemos.

1 El grupo «Dones i Treballs» se creó en el año 1994 a raíz del seminario «Una visión no androcéntrica de la economía» organizado en Ca la Dona de Barcelona, con el propósito de abrir una reflexión sobre los diferentes trabajos que realizan las mujeres, tanto para el mercado como en el ámbito llamado «privado».

2 Ideal de salario familiar, dícese del concepto que emplea Nancy Fraser para definir el modelo económico de la era industrial en el que el hombre legitimaba su independencia mediante el trabajo, como persona de la que su familia depende para poder sobrevivir. La independencia económica se ve ejemplificada por el ideal de ganar un salario el cual es suficiente para mantener a una esposa y unos hijos dependientes (Fraser, 2016).

3 Término que utiliza la Nancy Fraser para hacer referencia a la inserción en el mundo laboral de los sujetos de la sociedad como seres individuales, dependientes de sus propios actos y elecciones, y no de otros sujetos.

4 “Es el patrón institucionalizado de valor cultural que privilegia los rasgos asociados con la masculinidad, al tiempo que devalúa todo lo codificado “femenino”, paradigmáticamente, pero no sólo, las mujeres” (Fraser, 2009: 92).

BIBLIOGRAFÍA

Boch, A., Carrasco, C., Fernández, H., Amoros, M.I. y Moreno, N. (2003). Malabaristas de la vida Mujeres, tiempos y trabajos. Grupo Donnel i Treballs. Barcelona: Icara.

Bourdieu, P. (2000). La Dominación masculina. Barcelona: Editorial Anagrama.

Calvo, Y. (2016). La aritmética del patriarcado. Barcelona: Bellaterra.

Castells, M y Subirats, M. (2007). Mujeres y Hombres ¿Un amor imposible? Madrid: Alianza Editorial.

Fraser, N. (2016). Fortunas del Feminismo. Madrid: Traficantes de Sueños.

Friedan, B. (1965). La Mística de la feminidad. Barcelona: Sagitario.

Galtung, J. (1998). Tras la violencia, R3: Reconstrucción, reconciliación y resolución. Afrontando los efectos visibles e invisibles de la guerra y la violencia. Bilbao: Bakeaz.

Medina, M. (2013). Habermas y feminismo: desencuentros entre la teoría critica habermasina y teoría política feminista. Forum de Recerca, Nº18, pp. 3- 26.

Miller, D. (2011). Filosofía política: una breve introducción, Madrid, Alianza.

Rousseau, J.J. (2004). El Contrato Social.: Istmo.

Sennett, R. (2006). La cultura del nuevo capitalismo. New Heaven: Yale University.

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