Vivir pagando para morir debiendo
Por Francisco A. Catalá Oliveras
En todas las épocas los cobradores han sido implacables al momento de reclamar el pago de las deudas. Durante siglos fue común el apaleamiento en las plazas públicas. Ya este método se juzga primitivo, aunque todavía no son pocas las controversias que se dirimen a palos y a tiros.
En la defensa de los intereses de los acreedores no hay mayores diferencias metodológicas entre la instancia personal o privada y la instancia gubernamental o pública. Claro está, su alcance es distinto: en una se descuartizan huesos de cuerpos, en la otra se violan soberanías de países. Los imperios han sido y son protagonistas en esta faena. Adviértase que en una y otra instancia se trata de lo mismo: crudo ejercicio de poder.
Las invasiones obedecen a diversos motivos económicos y geopolíticos. Garantizar el pago de deudas ha estado en la agenda en innumerables ocasiones. Como ejemplo, baste citar la experiencia de dos países vecinos: Haití y República Dominicana.
Estados Unidos invadió a Haití en 1915. Se hizo del control del Tesoro Nacional, del sistema financiero y de la aduana. Para ese entonces el grueso de la recaudación tributaria provenía de aranceles, lo que hacía del control aduanero un factor clave para el servicio de la deuda pública. De hecho, para garantizar el pago de la deuda contraída con bancos americanos y franceses, Estados Unidos mantuvo el control del sistema aduanero haitiano durante 19 años. Ciertamente, hasta el día de hoy el pueblo de Haití es el más sufrido de nuestro hemisferio.
La experiencia de la República Dominicana, invadida en 1916, fue similar. Estados Unidos mantuvo el control de los ingresos aduaneros hasta 1940. No se debe olvidar que uno de los legados de esta invasión fue la cruel y prolongada dictadura de Rafael Leonidas Trujillo, personaje formado por las fuerzas de ocupación.
Tal y como ha sucedido con los apaleamientos en las plazas públicas, las invasiones para obligar el pago de deudas han caído en desuso. Ahora se recurre al Fondo Monetario Internacional, que impone una serie de condicionamientos para el pago de la deuda y para el acceso a nuevos préstamos. La ponderación del sistema de votos que se usa en esta organización multilateral garantiza el dominio de los países desarrollados.
Para lidiar con el caso de la deuda de Puerto Rico no se ha recurrido a la invasión militar –ya se realizó en 1898– ni al Fondo Monetario Internacional. Se ocupará una junta articulada por el Presidente y el Congreso de Estados Unidos en virtud de una ley congresional denominada, por sus siglas, PROMESA (“Puerto Rico Oversight, Management, and Economic Stability Act”). El fundamento constitucional de esta ley, que se invoca en su título I, es una disposición de la Constitución de Estados Unidos (Artículo IV, Sección 3) que le provee al Congreso poderes plenarios sobre los territorios: “El Congreso podrá disponer o promulgar todas las reglas y reglamentos necesarios en relación con el territorio o cualquier propiedad perteneciente a los Estados Unidos”. Se trata, independientemente del nombre que se le quiera dar, de una Junta Imperial de Control Colonial.
Sus principales vectores de acción son dos: la reestructuración de la deuda y la estabilización fiscal. En el primero no es aventurado presumir que de haber sesgos será en favor de los acreedores. Es muy posible que la reestructuración sea más nominal que real.
La estabilización fiscal, por su parte, se anuncia en un marco de dominio de la doctrina neoliberal. Esto prácticamente garantiza políticas de austeridad, precarización del trabajo y privatizaciones.
A la discusión en torno a la deuda –aquí y fuera de aquí– se le cubre con un velo moralizante. Las casas clasificadoras son ángeles custodios, los deudores son pecadores y los acreedores son santos generosos. Se olvida la distinción entre bonistas honrados y vulgares especuladores de los fondos buitres. También se olvidan las numerosas “caídas” de los ángeles custodios. Todo se resume en la “obligación moral” de pagar, soslayándose el hecho que una verdadera reestructuración es muchas veces un imperativo económico. Esto se acompaña con el llamado al “sacrificio” de la austeridad, aunque sea irracional y cargada hacia unos en beneficio de otros. El efecto del velo moralizante es tal que puede provocar que para algunos la Junta asuma proporciones “redentoras”.
En tal enredo es fácil olvidar algunas de las causas de las deudas. Esto también pasa fuera de aquí. Irlanda, por ejemplo, tenía una deuda pública relativamente modesta hasta que tuvo que rescatar a unos bancos privados imprudentes. Su crisis comenzó cuando transformó obligaciones privadas en deuda pública. España, otra de las “pecadoras” europeas, se enredó –como otras tantas naciones– en la especulación inmobiliaria protagonizada por actores privados. Se debe exigir responsabilidad al Estado, pero no al precio de exonerar al sector privado.
En el caso de Estados Unidos no debería olvidarse que en fecha reciente –año 2001– gozaba de un superávit en el presupuesto federal y había reducido el peso de la deuda respecto al Producto Interno Bruto. Pero tal cuadro cambió abruptamente a partir del citado año. Esto no fue provocado por ningún aumento en la generosidad social, sino por los gastos en guerras y por la reducción en los impuestos de los estratos de altos ingresos.
Puerto Rico, al enfrentar su deuda, debe plantearse muchas interrogantes. ¿Se puede pasar por alto su abultado historial de concesiones al sector privado: exenciones, créditos, deducciones, subsidios y beneficios fiscales de toda índole? ¿Hay que permanecer indiferente ante el desbordamiento hacia el exterior del excedente económico generado o declarado en el País? ¿Cabe ignorar las tarifas preferenciales concedidas por las corporaciones públicas? ¿No debe llamar la atención la baja recaudación tributaria cuando se compara con el tamaño de la economía, tanto si se mide por su Ingreso Nacional Bruto como por su Producto Interno Bruto?
A todo esto, y sobre todo esto, hay que sumar la ausencia de las capacidades políticas críticas para poder trazar una ruta de verdadero desarrollo. La atrofia económica, los escandalosos indicadores del mercado laboral, la crónica dependencia, la insuficiencia fiscal y la insostenible deuda no se explican exclusivamente en función de la mala administración pública, que ha estado y está presente. Hay que hacerse cargo de la otra cara de la moneda: un sistema político colonial atrofiado, con un andamiaje institucional carcomido que ya no aguanta más. Eludir esta realidad, carecer de la voluntad para transformarla, equivale a –como dijera alguien– condenarse a “vivir pagando para luego morir debiendo”.
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