Bradbury, el marciano
Reinaldo Spitaletta
Escribió para no estar muerto. Y murió, pero sigue vivo. En su lápida ordenó que se dejara este epitafio: “Autor de Fahrenheit 451”. Un relato corto suyo narra un nacimiento dentro de una tumba, en medio de un rumor creciente de los muertos. Aterrador. Y triste. En los tiempos siniestros del macartismo en los Estados Unidos, escribió su distopía acerca de la prohibición de los libros, que eran quemados por los bomberos. Un cuestionamiento hondo al poder y a los medios de comunicación y sus enajenaciones.
Ray Bradbury, que aprendió a leer a los cuatro años y a los doce escribía cuatro horas al día, dejó una obra vasta, entre novelas, cuentos, guiones, teatro y poemas. Era un lector compulsivo, de formación autodidacta: “Me enseñó Shakespeare, me enseñó Julio Verne. Edgar Allan Poe me dijo que escribiera. Edgar Rice Burroughs y John Carter de Marte. H. G. Wells y El hombre invisible”. Y a todos ellos, les fue sumando a Tolstói, a Dostoievski, a Hemingway y Scott Fitzgerald.
Bradbury, uno de los padres de la literatura fantástica del siglo XX, era un enamorado de los libros, lo que debe ser normal en un escritor. Crónicas marcianas, de 1950, puede ser su obra más célebre. Contraria, por ejemplo, a La guerra de los mundos, de H.G. Wells, es una novela tremenda sobre la colonización y conquista de Marte por los humanos. En ella, aparte de dolorosas soledades, el lector puede sentir piedad por los marcianos, aniquilados por hordas de terrícolas que llegan en “cohetes como langostas”.
Tan magistral como sus Crónicas Marcianas, es el prólogo de Borges a la edición castellana, en los que habla de los “deleitables terrores” que le despertaron su lectura. En el mismo, recuerda a Luciano de Samosata y su descripción de los selenitas y también, entre otros, a Ludovico Ariosto “que imaginó que un paladín descubre en la Luna todo lo que se pierde en la Tierra, las lágrimas y suspiros de los amantes, el tiempo malgastado en el juego, los proyectos inútiles y los no saciados anhelos”.
Con todo, es en Fahrenheit donde Bradbury expresa no sólo su crítica a poderes inquisitoriales y a la censura, sino su homenaje al libro y la memoria. Él mismo advertía en tono provocador que esa historia se la había contado Hitler cuando quemó miles de libros en las calles de Berlín. “Cuando vi lo que había hecho le odié profundamente. Tenía que hacer algo y escribí Fahrenheit 451”, dijo. Fahrenheit 451, que es la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde, es, asimismo, una sátira contra la televisión, un medio que, instalado en la cuarta pared, llena de información inútil a quien la mira. Una especie de idiotizador masivo.
En Fahrenheit hay personajes que el lector permanece para siempre con ellos, como el bombero Montag, Clarisse y Faber, viejo profesor de literatura retirado que se había quedado, años atrás, sin trabajo cuando la última Universidad de Artes Liberales cerró por falta de estudiantes. Con un hálito poético imperdible, la obra es un canto a la cultura, que hay que preservar, por ejemplo, de las persecuciones del Sabueso Mecánico (una metáfora sobre los represores) y de los bárbaros totalitarismos.
Bradbury, muerto a los 91 años, era una suerte de profeta de desastres, un visionario de lo que puede suceder en un mundo sin libros, sin lectores. En su novela de bomberos quema-libros, la memoria se torna salvadora del mundo. Surgen los libros-hombre, los que memorizan a Platón y su República; a Swift y Los viajes de Gulliver; y a Thoreau y Marco Aurelio y Schopenhauer y Confucio y los evangelistas…
El autor de El hombre ilustrado ha legado a la humanidad el amor por los libros y las bibliotecas, y vertido en sus ficciones horrores físicos y metafísicos. Era un insurrecto. Ojalá algún día sus cenizas sean esparcidas en Marte. Un cráter lunar hace honor a su nombre.