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Toda materia contiene el aura de lo que antes fue y el aura de lo que será cuando desaparezca, Carlos Fuentes

HOMENAJE A CARLOS FUENTES

Muerte*


Carlos Fuentes

La Jornada


Cuando se trata de acompañar a la muerte, ¿cuál es el tiempo válido para la vida? Freud nos advierte que lo que no tiene vida existió con anterioridad a lo vivo. El fin de toda vida es la muerte, una reina todopoderosa que nos precedió y seguirá aquí cuando desaparezcamos. ¿Nos anunció antes de ser? ¿Nos recordará después de haber sido? O más bien, la nada que nos precedió y que nos seguirá, ¿sólo se vuelve consciente en tanto naturaleza, no en tanto nada, gracias a nuestro paso por la vida? La muerte espera al más valiente, al más rico, al más bello. Pero los iguala al más cobarde, al más pobre, al más feo, no en el simple hecho de morir, ni siquiera en la conciencia de la muerte, sino en la ignorancia de la muerte. Sabemos que un día vendrá, pero nunca sabemos lo que es. La esperamos con grados diferentes de aceptación, de furia, de tristeza, de cuestionamiento, de arrepentimiento, de eso que Xavier Villaurrutia llamaba nostalgia de la muerte. Hacemos el balance de nuestra vida, pero sabemos que el verdadero fiscal es la muerte y que su veredicto lo conocemos de antemano. Compañera final e inevitable. Pero ¿amiga o enemiga? Enemiga y, más que enemiga, rival, cuando nos arrebata a un ser amado. Qué injusta, qué maldita, qué cabrona es la muerte que no nos mata a nosotros, sino a los que amamos. Sin embargo, esa muerte enemiga es la que podemos vencer. A veces, en mis caminatas diarias por el viejo cementerio de Brompton en Londres, paso frente a un vasto terreno de cruces blancas. Contrastan con la elaboración suntuaria de la mayoría de los túmulos funerarios del camposanto. Son las sencillas cruces blancas de muchachos muertos en la primera guerra mundial. Leo sobrecogido las fechas de nacimiento y muerte. No he encontrado allí a un solo joven que haya rebasado los treinta años de edad. La muerte de un joven es la injusticia misma. En rebelión contra semejante crueldad, aprendemos por lo menos tres cosas. La primera es que al morir un joven, ya nada nos separa de la muerte. La segunda es saber que hay jóvenes que mueren para ser amados más. Y la tercera, que el muerto joven al que amamos está vivo porque el amor que nos unió sigue vivo en mi vida.

¿Son éstas, apenas, consolaciones? ¿Son triunfos sobre la muerte? ¿O, por el contrario, engrandecen su poder? La muerte nos dice: te engañas, lo que fue ya no es. Le respondemos: te engañamos, lo que fue no sólo sigue siendo, sino que es más que nunca. La muerte se ríe de nosotros. Nos desafía a pensar, no en la muerte del otro, sino en la propia desaparición. Nos reta a creer que la memoria de los que sobreviven será nuestra única vida más allá de la muerte. Y aunque así sea, no lo sabremos nunca. Lo cierto es que los guardianes de la memoria irán desapareciendo también, con la falsa esperanza de que siempre habrá un testigo vivo que los recuerde. La muerte se burla de nosotros: ¿recordamos a nuestros muertos más allá de la cuarta o quinta generación que nos precede? ¿Hay suficientes leyendas de familia, retratos de los ancestros, hechos memorables, que salven del olvido mortal a la inmensa legión de los antepasados? Después de todo, hay treinta fantasmas detrás de cada individuo.

Si muy pocos pueden rememorar en su genealogía a un héroe o a un genio, todos podemos acercarnos al gran acervo verbal de la muerte por vía de la palabra poética.

Nadie, para mí, se acerca más a mi propio sentimiento mortal que uno de los dos más grandes poetas del Siglo de Oro español (el otro es Góngora), Francisco de Quevedo. Evidencia de la muerte: “¡Cómo de entre mis manos te resbalas!/ ¡Oh, cómo te deslizas, edad mía! (...) ¡Oh condición mortal, oh dura suerte!/ ¡Que no puedo querer vivir mañana/ sin la pensión de procurar mi muerte!” Pero evidencia, también, del amor constante más allá de la muerte: “Alma a quien todo un dios prisión ha sido.../ su cuerpo dejará, no su cuidado;/ serán ceniza, mas tendrá sentido;/ polvo serán, mas polvo enamorado”:

John Donne le da otro giro a la muerte temprana. La joven mujer tenía quince años, dice la “Elegía”, y el destino no le abrió las puertas del porvenir. Se llevó la libertad de su propia muerte, pero convirtió a cada sobreviviente en su delegado a fin de cumplir el destino que pudo ser el de ella. Victoria, así, sobre la muerte: For since death will proceed to triumph still,/ He can find nothing, after her, to kill. 

Ésta es la muerte que nos pertenece a todos. La muerte compartida de la palabra que vence a la muerte.

Permanece, sin embargo, el hecho de que, precedidos o sucedidos, olvidados o recordados, morimos solos y, radicalmente, morimos para nosotros solos. Quizás no morimos del todo para el pasado, pero ciertamente, morimos para el futuro. Quizás seamos recordados, pero nosotros mismos ya no recordaremos. Quizás muramos sabiendo todas las cosas del mundo, pero de ahora en adelante, nosotros mismos seremos cosa. Vimos y fuimos vistos por el mundo. Ahora el mundo seguirá siendo visto, pero nosotros nos habremos vuelto invisibles. Puntuales o impuntuales, vivimos de acuerdo con los horarios de la vida. Pero la muerte es el tiempo sin horas. ¿Tendré más gloria que la de imaginar que mi muerte es singular, sólo para mí, butaca preferente en el gran teatro de la eternidad?

Hay quienes esperan que la muerte los libere de su propia memoria. Muchos suicidas. Hay quienes lamentarán toda la vida (la que les resta) no haber prestado atención, no haber tendido la mano o escuchado a la persona que se fue para siempre.
Hay el silencio del amor viril que debe esperar hasta la muerte para manifestarse, diciéndole al muerto lo que jamás, por pudor, le dijimos al vivo. Tejido de pesares y arrepentimientos que son como la segunda mortaja del muerto. Y éste, ¿habrá ejercido el derecho de llevarse un secreto a la tumba? ¿No es éste uno de los grandes derechos de la vida: saber que sabemos algo que jamás diremos?

No queremos, por más negaciones y fatalidades que se acumulen sobre nuestras cabezas, por más testimonios y certezas de lo imposible que nos presente la fiscalía de la muerte, renunciar a la convicción de que la muerte no es la nada, es algo, es valiosa, aunque ella misma nos diga lo contrario. Creemos que la muerte de hoy dará presencia a la vida de ayer. Con Pascal repetimos: “Nunca digas ‘lo he perdido’. Mejor di: ‘lo he devuelto’”. Piensa que es cierto. Hay quienes mueren para ser amados más. Piensa que el muerto amado vive porque el amor que nos unió está vivo en mi vida. Piensa que sólo lo que no quiere sobrevivir a todo precio tiene la oportunidad de vivir realmente. Querer sobrevivir a todo precio es la maldición del vampiro que nos habita.


Es, también, la oportunidad erótica. En Cumbres borrascosas, Cathy y Heathcliff están unidos por una pasión que se reconoce destinada a la muerte. La sombría grandeza de Heathcliff está en que sabe que todos sus actos sociales, la venganza, el dinero, la humillación de quienes lo humillaron, el tiempo de la infancia compartido con Cathy, no regresarán. Cathy también lo sabe y por ello, porque “yo soy Heathcliff”, se adelanta a la única semejanza con la tierra perdida del amor original: la tierra de la muerte. Cathy muere para decirle a Heathcliff, la muerte es nuestro hogar verdadero, reúnete aquí conmigo. La muerte es el reino verdadero de Eros, donde la imaginación erótica suple las ausencias físicas, sobre toda la separación radical que es la muerte.

La muerte, dice Georges Bataille en su maravilloso ensayo sobre Cumbres borrascosas, es el origen disfrazado.

Puerto que el regreso al tiempo original del amor es imposible, la pasión de los amantes sólo puede consumarse en el tiempo eterno e inmóvil de la muerte. La muerte es un instante sin fin. ¿Por qué? Porque la muerte, radicalmente, ha renunciado al cálculo del interés. Nadie, muerto, puede decir “esto me conviene o no me conviene”, “gano o pierdo”, “subo o bajo”. Éste es, en Pedro Paramo de Juan Rulfo, el triunfo final del novelista sobre su propio personaje cruel, calculador y, a diferencia de Heathcliff, anclado en la inmortalidad de un amor no correspondido hacia Susana San Juan. A cambio de esta derrota, Rulfo nos introduce, junto con todo un pueblo –Comala–, a nuestra propia muerte. Gracias al novelista, hemos estado presentes en nuestra muerte. Estamos mejor preparados para entender que no existe la dualidad vida y muerte o la opción vida o muerte, sino que la muerte es parte de la vida, todo es vida. Imaginemos entonces que cada niño que nace cada minuto reencarna a cada una de las personas que mueren cada minuto. No es posible saber a quién reencarnamos porque nunca hay testigos actuales que reconozcan al ser reencarnado. Pero si hubiese un solo testigo capaz de reconocerme como el otro que fui, ¿entonces, qué? Me detiene en una calle... antes de descender de un auto o de entrar a un restorán... me toma del brazo... me obliga a participar de una vida pasada que fue la mía. Es un sobreviviente: el único capaz de saber que yo soy una reencarnación. El único capaz de decirme: –Una vida no basta. Se necesitan múltiples existencias para integrar una personalidad.

Pero si no basta una vida para cumplir todas las promesas de nuestra personalidad truncada por la muerte, ¿corremos el peligro de irnos al extremo opuesto y creer que todo es espíritu y nada materia? Eterno aquél, perecedera ésta. ¿O es que nada muere por completo, ni el espíritu ni la materia? ¿Son similares sus desarrollos? Sabemos que los pensamientos se transmiten, más allá de la muerte. ¿Pueden transmitirse, también, los cuerpos?

Las ideas nunca se realizan por completo. A veces se retraen, hibernan como algunas bestias, esperan el momento oportuno para reaparecer. El pensamiento no muere. Solo mide su tiempo. La idea que parecía muerta en un tiempo reaparece en otro. El espíritu no muere. Se traslada. Se duplica. A veces suple, e incluso, suplica. Desaparece, se le cree muerto. Reaparece. En verdad, el espíritu se está anunciando en cada palabra que pronunciamos. No hay palabra que no esté cargada de olvidos y memorias, teñida de ilusiones y fracasos. Y sin embargo, no hay palabra que no venza a la muerte porque no hay palabra que no sea portadora de una inminente renovación. La palabra lucha contra la muerte porque es inseparable de la muerte, la huerta, la anuncia, la hereda... No hay palabra que no sea portadora de una inminente resurrección. Cada palabra que decimos anuncia, simultáneamente, otra palabra que desconocemos porque la olvidamos y una palabra que desconocemos porque la deseamos. Lo mismo sucede con los cuerpos, que son materia. Toda materia contiene el aura de lo que antes fue y el aura de lo que será cuando desaparezca. Vivimos por eso una época que es la nuestra, pero somos espectro de otra época pasada y el anuncio de una época por venir. No nos desprendamos de estas promesas de la muerte.

Texto de Carlos Fuentes (1928-2012), incluido en su libro titulado En esto creo, del que ofrecemos un fragmento a los lectores de La Jornada, con autorización del sello editorial Alfaguara


http://www.jornada.unam.mx/2012/05/16/opinion/a14a1cul

Carlos Fuentes dos veces bueno


Mi amistad con Carlos Fuentes –que es antigua, cordial, y además muy divertida– se inició en el instante en que nos conocimos, por allá por los calores de agosto de 1961. Nos presentó Álvaro Mutis en aquel Castillo de Drácula de las calles de Córdoba, donde toda una generación de escritores, tratando de hacer un cine nuevo, precipitábamos a Manuel Barbachano Ponce en la primera y más gloriosa de tantas ruinas. Yo había llegado a México dos meses antes, con la cabeza llena de novelas y películas que no encontraban por dónde salir, y había leído La región más transparente, poco después de su publicación. Esto era apenas natural, porque esa novela había tenido una divulgación muy amplia en América Latina, y por todas partes se hablaba de ella –con toda justicia– como de un acontecimiento literario. Lo sorprendente para mí fue que Carlos Fuentes no tuvo que escarbar en la memoria para quién era yo, y me dijo de entrada que había leído las dos únicas novelas que yo había escrito hasta entonces. Pensé, por supuesto, que se trataba de esa fórmula de cortesía que nos salva de tantos naufragios sociales, sobre todo entre escritores, pues mi primera novela se había publicado seis años antes en Bogotá en una edición perdularia que no alcanzó a llegar hasta la esquina, y el texto integral de la segunda, todavía sin corregir, se había publicado el año anterior en la revista Mito, que era tan excelente como escasa. El hecho de que Carlos Fuentes, las hubiera leído de veras, como pude comprobarlo de inmediato, me exaltó de vanidad. Sin embargo no pasó mucho tiempo para que se me bajaran los humos, pues muy pronto me di cuenta que la curiosidad literaria no reconoce tiempos ni fronteras, y que ya desde entonces era imposible sorprenderlo con una novedad de las letras. Esta curiosidad se centraba de un modo especial en las obras primeras de los escritores primíparos como lo éramos él y yo en aquellos tiempos de gracia.

Pasados 25 años nos han ocurrido tantas cosas raras, estando juntos en tantos lugares diversos, que si alguna vez escribiéramos nuestras memorias respectivas, los lectores se van a encontrar con páginas intercambiables. En ambos libros estará sin duda el capítulo más deprimente de nuestras carreras, hace muchos años, cuando un director de cine nos hacía deshacer todos los días el trabajo del día anterior, para rehacerlo otra vez al día siguiente, sólo porque él necesitaba retrasar el comienzo de la película para atender otro compromiso previo. Esa pesadilla de Penélopes literarios no sólo consolidó para siempre mi admiración y mi afecto por Carlos Fuentes, sino que había de inspirarme más tarde el viaje solitario del coronel Aureliano Buendía, que hacía y deshacía sus pescaditos de oro.

Otro recuerdo pragmático entonces, pero muy divertido en la memoria, es el de una tarde de Praga en el año funesto de 1968, cuando Milan Kundera decidió que el único sitio sin micrófonos ocultos en toda la ciudad era un establecimiento público de sauna. Sentados en una banca de pino fragante, a 120 grados centígrados, los dos en pelotas y sin el menor sentido del ridículo, escuchamos de Milan Kundera un informe sobrecogedor de la situación trágica de su país. No obstante, lo más trágico para Fuentes y para mi ocurrió al final, cuando nos dimos cuenta que no había duchas de agua fría y debíamos romper la capa de hielo del río Moldava en pleno mes de diciembre, y sumergirnos en sus aguas glaciales. Lo hicimos, sin pensar lo que hacíamos, y en el instante de la inmersión tremenda tuve la certidumbre lúcida y atroz de que Carlos Fuentes y yo nos habíamos muerto juntos en aquel instante, tan lejos de las calles de Córdoba, y de un modo absurdo que nadie iba a entender jamás, ni siquiera porque había ocurrido en la patria de Kafka.

Sin embargo, no son estos relámpagos de vida lo que me interesa ahora evocar, sino que quiero celebrar la virtud que más admiro en Carlos Fuentes y que es tal vez la que menos se le conoce: su espíritu de cuerpo. No creo que haya un escritor más pendiente de los que vienen detrás de él, ni ninguno que sea tan generoso con ellos. Lo he visto librar batallas de guerra con los editores para que publiquen el libro de un joven que lleva años con su manuscrito inédito bajo el brazo, como lo tuvimos todos en nuestros primeros tiempos.

Julio Cortázar, agobiado por la cantidad de originales inéditos que los jóvenes le mandaban, dijo poco antes de morir: Es una lástima que quienes me mandan manuscritos para leer no puedan mandarme también el tiempo para leerlos.

Pues bien, a pesar de sus numerosos trabajos y de su intensa vida pública, Carlos Fuentes lee los que le mandan a él, y además tiene tiempo para alentar y ayudar a sus autores desamparados. Lo que pasa, en realidad, es que él parece entender muy bien la noción católica de la Comunión de los Santos: en cada uno de nuestros actos –por triviales que sean y por insignificantes– cada uno de nosotros es responsable por la humanidad entera. Ésa es la metafísica de la infinita curiosidad literaria de Carlos Fuentes. Al contrario de tantos escritores que desearían ser los únicos en el mundo, el quisiera celebrar todos los días la fiesta de que cada día seamos más y más jóvenes los escritores del mundo. Tengo la impresión de que él sueña con un planeta ideal habitado en su totalidad por escritores, y sólo por ellos. A veces he tratado de aguarle el entusiasmo diciéndole que ese lugar ya existe: es el infierno. Pero no lo cree, ni siquiera en broma (como yo se lo digo desde luego), porque su fe en el destino mesiánico de las letras no reconoce límites. Ni admite broma, por supuesto. Un escritor así, siendo tan buen escritor, es dos veces bueno.

Texto publicado el 26 de junio de 1988 en La Jornada. Por decisión del Nobel colombiano, ahora se publica en ocasión de la muerte de su amigo.

Nunca estará ausente 

Carlos Orlando Pardo

Siempre estuvo en la zona sagrada tras los días enmascarados como vigilando la muerte de Artemio Cruz, luchando por las buenas conciencias y añorando para su América el cambio de piel, cantando el cumpleaños en la cabeza de la hidra, como si Cristóbal Nonato fuera agua quemada entre las orquídeas a la luz de la luna. Ahora se encuentra con una familia lejana entre las ceremonias del alba, añorando a Diana, la cazadora solitaria en la frontera de cristal bajo el naranjo. Lo veo en la silla del águila con todas las familias felices entre la voluntad y la fortuna. Nos sentimos como en un cantar de ciegos en su inquieta compañía en una casa con dos puertas y un espejo enterrado. Sus retratos en el tiempo nos dicen que todos los gatos son pardos, Nos dejó alertados con sus tres discursos para dos aldeas entre los cinco soles de México. Siempre lo amaremos porque nos enseñó muchos caminos. Nunca estará ausente porque su presencia está por toda la piel y en las páginas de su inmortalidad.


http://www.facebook.com/carlosorlandopardo

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