Una sentencia histórica
Por: Rodolfo Arango
LA CORTE SUPREMA DE JUSTICIA HA encontrado culpable penalmente a Mario Uribe por el delito de concierto para delinquir agravado. Lo ha condenado a siete años y medio de prisión y al pago de $3.400 millones por sus vínculos con los paramilitares.
Según la decisión unánime de la Sala Penal el exsenador habría aprovechado su cercanía a estos grupos armados ilegales para hacerse elegir al Senado en 2002. De nada valieron el intento de asilo político en Costa Rica, el affaire Tasmania con hermano presidencial abordo o las chuzadas a la Corte ordenadas desde el Palacio de Nariño. Con independencia del desenlace definitivo de la controversia jurídica, lo cierto es que pocos fallos tienen la relevancia política y simbólica de éste.
La trascendental sentencia contradice el dicho de que la ley “es sólo para los de ruana”. En este caso ha caído el expresidente del Congreso de la República, peso pesado de la política en Antioquia. Las consecuencias en el panorama electoral están por verse. Corresponde a la oposición “cobrar” la responsabilidad política de esta condena en las elecciones locales y regionales. El pueblo antioqueño tiene la oportunidad de expresar su repudio por la forma de hacer política que a la postre puso a su representante tras las rejas. Y vendrán más.
La senda seguida por los consagrados magistrados de la Suprema augura muchas más decisiones en el proceso de depuración de la política. Los testimonios de los jefes paramilitares han sido sometidos al examen de la sana crítica y validados como piezas fundamentales en la atribución de responsabilidad penal a los acusados. Es equivocado hablar aquí de judicialización de la política. La sentencia de la Corte no es ideológica. Tampoco constituye una persecución política, tesis ésta esgrimida por los implicados en el escándalo para justificar su solidaridad de cuerpo con un gobierno con legitimación popular pero sin legitimidad.
El valor de la sentencia es inconmensurable si se aprecia en su dimensión histórica y simbólica. Nunca antes en el país la instancia suprema de la justicia había sancionado penalmente a quien fuera el máximo representante del poder legislativo, ni lo había hecho específicamente por la forma de hacer política. Más que la conducta de un individuo, la Corte condena una cultura: la del “fin justifica los medios”, la de que “más puede el vivo que el bobo”. Se trata de una decisión judicial crucial para la consolidación de un verdadero Estado de derecho en el país. Atrás queda el ideario de la guerra santa que justificaba el uso de medios ilícitos en aras de salvaguardar un bien mayor. Ninguna razón, por importante que se estime, justifica el desconocimiento del pacto social expresado en la Constitución y la ley.
Mucho se esforzaron los teóricos del Estado desde el siglo XVII por superar la arbitrariedad y el autoritarismo que reinan en una sociedad sin sentido de la justicia, antidemocrática y sin respeto del derecho. Sólo una administración de justicia recta y eficaz que defienda los derechos humanos y la soberanía popular puede contener la revolución. Los ejemplos están hoy a la mano en Oriente Medio y el norte de África. Colombia se apresta a superar un pasado de ignorancia y opresión, incubado por siglos de irrespeto al derecho y ejercicio de la violencia. El fallo de la Sala Penal contribuye a cambiar la concepción de la ley como barrera arbitraria por la de garantía de libertad y camino hacia la paz. Bien podría rezar el subtítulo de la histórica sentencia: “Colombianos: ¡bienvenidos al estado de civilidad!”.
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