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¿Qué piensa realmente ese casi 60% de la ciudadanía que no acude a las urnas?


Santos

Juan Diego García (especial para ARGENPRESS.info)

En agosto asume la presidencia de Colombia Juan Manuel Santos. Los medios destacan no solo su aplastante ventaja en las urnas sobre el candidato opositor sino las optimistas perspectivas con las que dará comienzo a su gobierno, avalado por Washington y la Unión Europea, con un respaldo parlamentario inmenso que parecería augurar un gobierno tranquilo y la posibilidad de mantener los tres ejes básicos de la actual administración, esto es, la “seguridad democrática”, “la confianza inversionista” y “la cohesión social”. Tales augurios son sin embargo la expresión interesada de los grupos nacionales y extranjeros que tantos beneficios han alcanzado con las políticas de Uribe, pero apenas consiguen ocultar otras dinámicas que pueden cambiar radicalmente el panorama del país en los próximos años.

Para comenzar, sorprende el escaso análisis de la abstención (cercana al 60%), un fenómeno que resta mucha legitimidad a la nueva administración y por reiterado afecta al sistema político mismo. Además, si se contabilizan los votos en blanco (alrededor de medio millón), los votos nulos y los apoyos recibidos por el candidato opositor, el respaldo real al nuevo presidente no pasa del 25% del censo electoral, es decir, que de cada cuatro votantes potenciales Santos tan solo cuenta con el apoyo efectivo de uno; un respaldo ciertamente lánguido, similar al que recibió Uribe Vélez en las dos ocasiones en que fue elegido.

En estas elecciones tampoco han faltado la compra de votos ni las comunidades “asesoradas” por la extrema derecha para dar su voto a ciertas listas; se ha repetido el clientelismo y de la utilización descarada de recursos públicos a favor del candidato oficial. Nada nuevo en realidad, tan solo una reiteración de la naturaleza primitiva, violenta y excluyente del sistema político colombiano.

Santos puede asumir sin más la herencia de Uribe con el riesgo de heredar todos los fracasos que deja el gobierno saliente (que no son pocos); puede, también mantener la estrategia pero introduciendo modificaciones que no sean simple cosmética (“el cambio en la continuidad”, que es lo más probable) o podría dar una orientación radicalmente distinta a su gobierno (la opción menos probable o casi imposible dada las dinámicas en curso).

Se supone que Uribe Vélez intentará seguir influyendo en la sombra pero para ello tendría que contar con el respaldo inequívoco de Obama - algo bastante dudoso a estas alturas- y sobre todo con el control de la bancada gubernamental en Cámara y Senado. Sin embargo, la lealtad de esos parlamentarios es más que dudosa pues antes que convencimientos ideológicos prima en ellos el puro interés burocrático y ahora quien reparte las prebendas y mide las lealtades es Santos. Ahora bien, más allá del perfil personal del presidente (por importante que sea) deben considerarse los cambios reales que admite la actual estrategia, o sea, que tan posible es el mantenimiento del uribismo sin Uribe.

En efecto, son muchos los dilemas que enfrenta la “seguridad democrática” si se consideran sus verdaderos resultados. Los éxitos publicitados por el gobierno no consiguen ocultar la realidad de un fracaso estratégico. Haber recuperado territorio no es una victoria significativa en una guerra irregular como ésta pues ante una gran ofensiva (Plan Colombia) la guerrilla se repliega en espera de condiciones más propicias; pero ni desaparece ni pierde sus posibilidades. Tampoco son irrecuperables para la guerrilla las disminuidas simpatías de algunos sectores de las “clases medias” ni la derrotan las movilizaciones de los afines al gobierno. Igual ocurre con su clasificación como “terroristas” por parte de la Unión Europea y los Estados Unidos, algo que paradójicamente no hace casi ningún gobierno de la región. Una apertura de negociaciones (por pequeña que sea) les devuelve oficialmente la condición de actores políticos como ya ocurrió con gobiernos anteriores. Las prácticas delictivas que la guerrilla utiliza para financiarse así como la violación de ciertas normas del Derecho Internacional Humanitario pueden ser abandonadas por los insurgentes sin menoscabar seriamente sus posibilidades. Por el contrario, ganarían en legitimidad e influencia, un reto que afecta al propio Estado, igualmente comprometido en tales prácticas. En la erradicación del cáncer de la corrupción y la guerra sucia tiene Santos un de sus mayores retos.

El nuevo gobernante puede optar por alguna forma de salida negociada pero en su contra actuarían fuerzas muy poderosas dentro del sistema: la derecha paramilitar (que sigue tan activa como siempre) y el militarismo criollo cuyos tentáculos salen de los cuarteles alcanzando sectores importantes de la clase dominante. Y sobre todo está el Pentágono que es quien realmente decide el curso de la guerra y puede imponer decisiones claves como ocurrió recientemente en Honduras. Por ello, una salida negociada del conflicto supondría desmantelar realmente la amenaza paramilitar, introducir cambios sustantivos en las fuerzas armadas y redefinir las relaciones con los Estados Unidos.

Nada indica que la próxima administración vaya a cambiar la estrategia de la “confianza inversionista” ni la política económica en general, un horizonte plagado de incertidumbres por el impacto negativo de esas políticas en las clases populares y sobre todo por la impredecible evolución de la actual crisis mundial sobre la que ya nadie se atreve a conjeturar nada positivo. Por otra parte, una estrategia de atracción de inversiones extranjeras centrada en la explotación sin controles de recursos naturales (junto con salarios de miseria y represión sangrienta del movimiento sindical) genera múltiples conflictos laborales y medioambientales, en muchos casos unidos a violentos desplazamientos de población y al etnocidio. Se ha ido demasiado lejos en el desmantelamiento de un modesto modelo desarrollista al calor de las políticas neoliberales del Consenso de Washington y parece bastante difícil introducir cambios de importancia. Hasta ahora, los conflictos sociales que agudiza este modelo han sido “solucionados” mediante la represión oficial o paramilitar y el país se destaca en la lista mundial de violadores de derechos humanos: millones de desplazados, cientos de miles de desaparecidos y ejecutados, sindicalistas asesinados y aguda desigualdad social, entre otros. El vínculo de la pobreza, la miseria y la represión con el neoliberalismo es demasiado evidente como para pensar en soluciones distintas mientras no se cambie radicalmente de modelo, algo que no entra en los cálculos de Juan Manuel Santos que sigue apostando por esta estrategia.

La llamada “cohesión social” en Colombia es la fórmula moderna del clientelismo tradicional mediante dádivas repartidas de forma interesada entre ciertos colectivos muy pobres a fin de asegurarse una base electoral suficiente en un universo de escasa participación popular. Ese despilfarro económico –supuestamente contrario a los postulados neoliberales- se torna racional desde el punto de vista político pues ofrece un colchón amortiguador, una especie de base social y electoral cautiva que solo puede romperse mediante una movilización vigorosa de esa amplia ciudadanía que no cree en la utilidad de las elecciones. Por el momento Santos puede respirar tranquilo pues la oposición legal está muy disminuida en el ámbito parlamentario. Se reduce al PDA y a algunos liberales decentes (como la senadora Piedad Córdoba) a quienes queda tan solo la posibilidad de la denuncia. Y está la guerrilla, que debe tener más apoyos sociales de los reconocidos oficialmente pues de lo contrario no sería explicable su permanencia. 

Mientras, permanece la incógnita de siempre en Colombia: ¿Qué piensa realmente ese casi 60% de la ciudadanía que no acude a las urnas?, y sobre todo, ¿quién y cómo conseguirá movilizar su extraordinario potencial?.


http://www.argenpress.info/2010/07/santos.html

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