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Colombia, Estado de excepción

Le Monde Diplomatig. Edición 84
'El desfile'

Una lúcida mirada sobre la historia colombiana, pero en un marco universal muestra cómo el “sacrificio”, tomado como la ‘eliminación’ de algo bueno, se torna en la praxis un hecho de ‘eliminación’ de algo malo. En esta inversión de valores, el gobierno actual les da un vuelco total a las finalidades del Estado.

El hombre de derecha subordina
la vida a la muerte, piensa la vida
a través de la muerte.
Simone de Beauvoir

“Volver muñeco” significa, en el lenguaje de los sicarios colombianos, matar. Por tanto, si nos atenemos al sentido literal de la frase, debemos entender que en esos casos la muerte provocada convierte a la víctima en objeto de juego para el victimario. Los partidos de fútbol con las cabezas de los ejecutados serían entonces algo más que una anécdota macabra y representarían la materialización del fin último de las ejecuciones. Pero, ¿no son acaso los juguetes (de los cuales los muñecos son quizá la expresión originaria) los objetos manipulables por excelencia? ¿En el recurso poético, e incluso en el lenguaje cotidiano, “ser juguete” no significa acaso la máxima impotencia y el máximo sometimiento? Muerte y manipulación, muerte y sometimiento, parecen ser las claves del juego.

Como se sabe, el asesinato no siempre está cargado de simbolismo, pues puede obedecer a razones puramente pragmáticas en las que la víctima es un individuo (en el sentido más estricto del término) cuya presencia se torna obstáculo a una meta concreta; es decir, la víctima lo es en gracia de su propia individualidad. Caso contrario es el de las muertes cargadas de simbolismo, en el que a través de la ejecución de las víctimas se les envía un mensaje a quienes en algún sentido están en comunión con ellas. Lo que se victimiza allí es la identidad con los otros. Se entiende que siempre, y en todo caso, las ejecuciones políticas entrañan simbolismo, pero que no toda ejecución preñada de éste es necesariamente política. Ahora bien, lo que abruma al recabar en la historia de nuestra criminalidad es el gran peso, acentuado en los últimos 60 años, del asesinato político, que definitivamente no puede ser independiente de las condiciones estructurales que nos definen como sociedad.

El pensador italiano Giorgio Agamben ha llamado la atención sobre el hecho que “en la modernidad, el principio de la sacralidad de la vida se ha emancipado por completo de la ideología sacrificial, y el significado del término sagrado en nuestra cultura prolonga la historia semántica del Homo Sacer y no la del sacrificio […]” (1); con ello nos indica: de un lado, que el asesinato político no es en la modernidad un “sacrificio” en el sentido antiguo y ritual del término, pues, cuando este tenía lugar, ofrendar implicaba desprenderse de algo valioso, de algo tenido en estima, mientras que hoy a lo que se da muerte es lo que se desprecia; de otro lado, que la figura del Homo Sacer, aquel indigno de ser sacrificado (por su total ausencia de merecimientos) pero al que se puede dar muerte es uno de los arquetipos constitutivos del pensamiento y el ser de Occidente. Quizá lo más importante de la figura del Homo Sacer es que señala que en la matriz misma de la cultura dominante la “identidad” nace de un referente negativo: lo que no se debe ser para poder pertenecer. Estar incluido significa, ni más ni menos, no hacer cierto tipo de cosas y no poseer cierto tipo de rasgos físicos y culturales. Estar excluido significa, por lo contrario, ser de esa manera, y por tanto, estar expuesto a la violencia del “orden”. A continuación se busca esbozar algunas hipótesis sobre los efectos de la forma como se constituyen las relaciones de inclusión-exclusión en Colombia, que tal vez nos den pistas sobre el actual estado de cosas y nos aproxime a entender cómo se ha construido en el imaginario colectivo nuestro Homo Sacer, esto es, nuestro yo negativo.
Pero, antes de entrar a reseñar brevemente lo que los estudiosos de las condiciones sociales han establecido acerca de la formación y la transformación de las jerarquías sociales que tienen, en Colombia (y quizás en buena parte de Hispanoamérica), como cuna las fusiones de sangre en la Colonia, se imponen algunas consideraciones generales sobre las razones que motivan a utilizar categorías tan generales, y para muchos aún imprecisas como “exclusión” e “inclusión”.

En primer lugar, no se desconoce que mando y subordinación tienen en las sociedades antagónicas un sustento físico, derivado de las formas como se apropian las condiciones materiales de la vida. En tal sentido, el concepto de “clase social” esbozado desde los fisiócratas, es una indiscutible herramienta de análisis. Es dable decir entonces que ciertos grupos (clases) son definibles por su exclusión de la propiedad de algunas de las condiciones materiales necesarias para replicar la vida. Sin embargo, si avanzamos, vemos que la exclusión no se detiene allí sino que tal vez abarca campos como los de la política formal, ya que, por ejemplo, por algún tiempo, mientras los obreros modernos estaban ‘incluidos’ como sujetos políticos con derecho al sufragio, a las obreras se les negaba esa inclusión; como también a éstas se les negó largamente el derecho a la propiedad, por encima de consideraciones de clase (es claro que, sin un concepto más amplio que el de clase, serían imposibles los estudios de género). El mismísimo Marx, cuando distingue entre la subsunción formal y la real al capital, considera que las formas que asume la integración (inclusión) a cierto tipo de relaciones sociales marcan resultados diferentes.

Mestizaje e ideología

Que en Hispanoamérica, de modo particular en las zonas andinas, no hubiera colonización basada en “transferencias de población” (migraciones de familias y no de individuos varones, como fue el caso), condujo sin remedio a la miscegenación (entendida ésta como la simple fusión biológica de diversos grupos humanos). En general, estas mezclas resultaron de la relación español-india, como expresión, a la vez, de la relación grupo dominante-grupo dominado. El difícil acceso geográfico, las condiciones ambientales tan diferentes de las de clima templado y la inexistencia de metales preciosos hicieron de los Andes colombianos territorios negados para la división en “pueblos de blancos” y “pueblos de indios”, como eran los planes iniciales.

A lo largo del siglo XVI y hasta finales del XVIII se dio un proceso de homogenización fenotípica, producto del fenómeno generalizado de la miscegenación que dio lugar al predominio demográfico de los “mestizos”. Sin embargo, en ese período había ocurrido el surgimiento formal de castas definidas por la supuesta proporción de “sangre blanca” poseída. “Términos como “tercerones”, “cuarterones” y “quinterones” pretendían introducir orden entre los mestizos y mulatos en pleno proceso de “blanqueamiento”. “Ochavones” o “castizos” eran denominaciones para los mestizos a un escaño de convertirse en ‘blancos’” (2).
Este tipo de divisiones se constituirá en fuerte obstáculo para la identidad de las clases subordinadas, pues el acceso a ciertos privilegios y la posibilidad de ascenso social estuvieron condicionados siempre por el ‘honor’ devenido de las “condiciones de la sangre”. Eso posibilita construir el imaginario de una sociedad no antagónica en la que las diferencias sociales son asunto de grado, y, pese a que la élite siempre fue un grupo minoritario y endogámico (3), la visión de escala proyectada veló el antagonismo básico. El asunto parece alcanzarnos hasta hoy, pues la actual división de las ciudades en seis estratos no parece algo distinto del correlato moderno de “casta”. ¿No es hoy el estrato una condición de acceso a ciertos espacios y privilegios? Mirar hacia arriba con deseo y hacia abajo con recelo y temor parecen consecuencias directas de esa estructuración que vela las identidades, incluso entre grupos muy cercanos de las clases subalternas.

En la revuelta comunera de 1781 subyace el fin del proceso de “blanqueamiento” y el inicio de una jerarquización por oficios. “Las referencias a la dificultad de diferenciar al mestizo del blanco por su apariencia física abundan en la literatura de la época” (4). Sobre tal base, la identidad de clase aparece como posibilidad aplastada cruentamente, constituyéndose así la primera gran frustración de los excluidos. La inoperancia de las castas como mecanismo de control y contención social se ve roto, pero eso refuerza paradójicamente la necesidad de buscar nuevos mecanismos de segregación. La Iglesia y la Corona, que hasta mediados del siglo XVIII habían estimulado las uniones interraciales, se suman a la política de separación jalonada desde las élites. El rey Carlos III promulga la legislación sobre matrimonios en la que se autoriza a los padres impedir matrimonios inconvenientes (5). El predominio de la unión libre y la liberalidad en las relaciones sexuales, entre el siglo XVI y la primera mitad del XVIII, se convierte en explicación del desorden social, y el acta matrimonial se transforma en documento que certifica entre la élite la pureza de sangre y la calidad del abolengo, mientras la dificultad de su obtención para las clases subalternas (los mestizos) las ubica en la ilegitimidad y la marginalidad. Así, los papeles oficiales de la Curia sustituyen al color de la piel como certificado de la exclusión.

Ser “blanco”, “cristiano viejo” y descendiente de antepasados vinculados por el matrimonio formal, por lo menos en cuatro generaciones, se constituyeron en columna vertebral de la inclusión. La pérdida de liberalidad en las relaciones de pareja y la sujeción femenina fueron los costos por pagar. “La pragmática de matrimonios buscaba la preservación del orden jerárquico de la sociedad a través del saneamiento de las costumbres matrimoniales, que se habían perdido por el exceso de libertad de los jóvenes al elegir pareja y por la complicidad de los sacerdotes en esos asuntos” (6).

No pertenecer a la iglesia católica representó un verdadero calvario hasta los años 70 del siglo XX para cualquiera. Como ejemplo, señalemos que la certificación del nacimiento se circunscribía de hecho a la “fe de bautismo”, pues, si bien desde 1852 la Ley 2159 determina que la función de registro civil debe ser ejercida por las notarías, no ser bautizado era prácticamente sinónimo de inexistencia, pues lo que en realidad se exigía era el documento eclesiástico. La Ley 92 de 1938 declara que la fe de bautismo se constituye en prueba supletoria del registro civil, abriéndole la puerta a la continuidad de la Iglesia como registrador. El país tiene que esperar hasta el Decreto-Ley 1260 de 1970 para que el Estado establezca como única prueba del nacimiento el registro civil.

El paradigma de “gente”, de “incluido”, es profundamente regresivo y teñido de fuerte contenido moral. Aún hoy, el matrimonio no religioso tiene un tinte ilegitimo y las celebraciones eclesiásticas siguen demarcando el decurso de la vida humana. El bautizo, la primera comunión y el matrimonio religioso marcan el nacimiento, la entrada en la pubertad y la certificación de adultez. No debe extrañarnos que las ideologías de derecha encontraran siempre un terreno fértil. Sin embargo, en la realidad las rupturas matrimoniales que la Iglesia se niega a formalizar terminan en concubinatos generalizados, mostrándonos nuestro propio reverso, el de la informalidad y la ‘ilegitimidad’ que nos ha formado. Podemos decir que el mestizaje nos convierte en seres bifrontes que cargamos al Sacer en nosotros mismos.

Genealogías inclusivas y la segunda derrota de los excluidos

El Virreinato de la Nueva Granada fue siempre secundario, y las élites, fuera de la tierra, tenían pocas cosas por acumular. El tortuoso camino desde las costas fue un fuerte obstáculo para la ostentación con bienes muebles, y la relativa modestia de las construcciones es prueba de la escasa dinámica de la economía. Nuestras ciudades son espacios para comercio y consumo, pues la producción, apenas bien entrado el siglo XIX empieza a tener algún peso. “Debe recordarse que en la época colonial, y todavía en los primeros años de la república, la Nueva Granada presentaba un limitado desarrollo gremial. Todavía en 1836 era difícil encontrar en Bogotá un buen carpintero, sastre o zapatero, y el único fabricante de buenas botas que había en la capital del país era un inglés, observaba un viajero norteamericano” (7).
La burocracia y el comercio fueron las actividades centrales de las élites, y la posesión de tierra el destino de lo acumulado. El ejercicio burocrático estaba condicionado a no tener la “mancha de la tierra”, es decir, a demostrar que no se era mestizo. De allí la afirmación de Humboldt de que la élite criolla no sabía sino hacer árboles genealógicos y recitar oraciones religiosas (8) (¿Es apenas una simple coincidencia que nuestro más grande producto intelectual, Cien años de soledad, gire sobre una genealogía?).

El latifundio improductivo ha sido una constante, y la desposesión de la propiedad de pequeños y medianos agricultores para potrerizar sus tierras una práctica que aún nos acompaña. “Pedro Fermín de Vargas atribuía el despoblamiento y la pobreza del reino al atraso de la agricultura y la mala distribución de la tierra, concentrada en manos de colonos ricos. Las antiguas tierras se convertían en pastos para animales, con lo que sus habitantes originales quedaban sin recursos para subsistir” (9), observación posible hoy sin cambiar una coma, y retrataría con acierto nuestra situación más problemática.

En los 40 y 50 del siglo XIX se afianza definitivamente el artesanado, que muestra su madurez como clase en 1847 con la fundación de la Sociedad de Artesanos, más adelante denominada Sociedad Democrática. Los enfrentamientos entre los “guaches rojos” y los “cachacos monopolistas” muestra que los antagonismos de clase alcanzan niveles problemáticos, hasta el punto de que en abril de 1854 el general José María Melo da un golpe de Estado con apoyo en las Sociedades Democráticas, y gobierna durante ocho meses bajo la égida de una lógica distinta de las de la élite, en el único gobierno de carácter popular que ha existido en el país (10). El golpe es derrotado, y el exilio y la muerte son el destino de sus dirigentes (Melo muere asesinado en México).

La derrota de los artesanos repite el drama de la revuelta comunera, pues deja maltrecha una clase que comenzaba a mostrar su importancia política. En tal sentido, es destacable que las élites golpeen a las clases subalternas en el momento mismo de consolidarse. Los artesanos se volverán a manifestar como clase en el Motín de 1893 en Bogotá, provocado por unos artículos denigrantes publicados en el semanario Colombia Cristiana, que repetían los estereotipos conocidos desde el fin de la Colonia sobre la inmoralidad, la holgazanería y la tendencia al engaño atribuidos como condición innata a las clases subordinadas (11). De los conflictos bélicos civiles que tienen lugar desde los 60 de ese siglo, ninguno se inscribe en la reivindicación de lo popular. Los grupos subalternos se suman indistintamente a los conflictos bajo las dos banderas de los partidos de las clases dominantes, en nombre de valores como la cristiandad o lo laico, o la organización centralizada o federalizada.

Desde la segunda mitad de los 50 del siglo XIX, a las tradicionales exportaciones de oro se suman volúmenes acrecentados de tabaco, y aparecen la quina y el café, inaugurando el ciclo de exportación de productos primarios, e importación de bienes de consumo y algunos de capital. Si del sector manufacturero apenas exportaba algo de sombreros, es claro que la viabilidad político-económica del artesanado como clase estaba cerrada (12).

Tercera derrota y los excluidos contra ellos mismos

La irrupción proletaria es lenta y desigual. Los primeros conatos de industrialización ocurren a fines del siglo XIX, pero los obreros modernos no irrumpen en el escenario nacional hasta las huelgas de los trabajadores portuarios en Barranquilla, Cartagena y Santa Marta en 1918, y las de los trabajadores del ferrocarril en 1919, que impulsan la promulgación de las Leyes 78 y 21 de 1919 y 1920, primeras disposiciones sobre huelga. La primera posguerra y la segunda guerra mundial son intervalos de creciente industrialización (por sustitución forzada de exportaciones), y por tanto de desarrollo del proletariado. El país había cortado en 1930 la hegemonía conservadora, y con la Ley 200 de 1936 y la creación del Ministerio del Trabajo (1938) se vislumbraba un amago de modernidad. Pero con la elección de Eduardo Santos se retrocede, y al amparo de la Ley 100 de 1944 se desmontan las acciones para modernizar las relaciones sociales en el agro. La defensa del statu quo se completa con el asesinato, en 1948, del líder liberal Jorge Eliecer Gaitán, quien esgrimía un discurso reivindicativo de lo popular.
Aquel asesinato se convierte en la tercera gran frustración de los excluidos, y, si bien el 9 de abril de 1948 éstos dejan sentir todo el peso de su ira en una revuelta que es su más grande acto político, no lo es menos que todo termina en derrota y entrega de sus reivindicaciones por los representantes de su “parte blanca”, los dirigentes del partido liberal. La respuesta es el comienzo de una ofensiva de la derecha para impulsar una carnicería con unos 300 mil muertos en la época de “la violencia”. La posibilidad de consolidar un movimiento de reivindicación social se esfuma, pues el pueblo se ignora a sí mismo y yace en su autodestrucción. El ala más radical de la derecha, con Laureano Gómez a la cabeza, intenta crear en 1950 un Estado aún más confesional y bajo el liderazgo directo de los grupos económicos. Sin embargo, su proyecto implicaba lanzar al arroyo de los excluidos a una parte de la élite, lo cual genera una reacción en contrario. Los horrores de la muerte con contenido simbólico se salen de madre, y los grupos dominantes dan un golpe de Estado que luego desmontan para pactar una rotación del poder en el Frente Nacional.

Pero algo sale mal en el intento por desarmar los espíritus y los cuerpos, pues una pequeña fracción de los rebeldes continúa en armas y además, inspirada en un propicio ambiente internacional, se asume conscientemente como grupo de excluidos y plantea reivindicaciones de clase. Las coordenadas se alteran en ese sentido, y el ascenso de un movimiento importante de desposeídos en su condición de tales hace tránsito en los 60 y los 70, quizás impulsado por el hecho de que en la estructura económica la industria alcanza su máxima expresión, y la urbanización del país, con su correspondiente modernización, permite asomos de modernidad, jalonados por el robustecimiento de la “clase media” (profesionales de alta calificación y medianos empresarios).

De nuevo a lo mismo

Pero la crisis mundial se atraviesa y la industrialización se detiene, la irrupción del neoliberalismo en el mundo redefine de nuevo nuestro papel como proveedores de materias primas, y con la aparición de un nuevo foco de acumulación, esta vez ilegal, alimentado por la producción y el tráfico de narcóticos, se sientan las bases para una reedición del modelo que nos acompaña desde la Colonia.

El proceso aperturista de los 90 y el fin de la Constitución de 1886, reemplazada por la de 1991, reflejan un ligero cambio en las relaciones de inclusión-exclusión. En la discusión de la Constituyente quedan plasmados los límites de lo ‘incluible’ según las élites. De allí la exclusión, por ejemplo, de topes a la propiedad y restricciones a los posibles ajustes al ordenamiento territorial, que hasta hoy hacen de la división político-administrativa del país un inamovible más.

Debe destacarse que de los 105 años en los que rigió la Carta del 86, más de la mitad transcurrió en estado de sitio, mostrándose que la excepción es nuestra norma, y lo es porque algo ha quedado siempre por fuera, ‘abandonado’, sujeto al ‘bando’ (13), es decir, a la exclusión. El gobierno actual, al negarse absolutamente a un diálogo con los alzados en armas, crea, como veremos luego, un enemigo ‘externo’ a la sociedad y con ello justifica un permanente estado de excepción.

Patria, patrón y latifundio

El renacer, a fines de los 80 del siglo XX, de la muerte violenta cargada de simbolismo y la refinación misma de la crueldad invitaría a pensar en una vuelta a las condiciones de los 50. Sin embargo, pese a las similitudes de los efectos, la reconcentración de la tierra, por ejemplo, ha cambiado algo sustancial. En el imaginario de buena parte de la gente alejada de las zonas de conflicto se empieza a tomar partido por los victimarios. En los 50, con pocas excepciones, la población se identificaba como liberal o conservadora, por lo cual en potencia –o de hecho– se era necesariamente víctima o victimario. Ahora, si no se es auxiliador de la guerrilla, prostituta u homosexual, no existe en apariencia razón para temer. La “limpieza social”, expresión que se utiliza como justificación de los homicidios, no tiene por qué afectarme si no soy ‘excrecencia’.

El manejo mediático convencerá a las personas del común de que ya no son Homo Sacer, que éste está afuera en la persona del ‘indeseable’, el ‘desechable’, y que, si su existencia afea la nuestra, su muerte no debe verse como un crimen. El final abrupto de los diálogos del Caguán permitirá redondear aún más el cuadro, y las élites encontrarán en las farc el condensador que representa todos nuestros males.

Si hay un enemigo común, hay campo para la patria (“la tierra del padre”), en un simbolismo machista y jerarquizante (pues pudiera ser la matria, “la tierra de la madre”). Pero el juego está en que el peligro exige estado de excepción y éste la destrucción de la norma; por ello, “desde el punto de vista jurídico-político, el mesianismo es, pues, una teoría del estado de excepción; si bien quien lo proclama no es la autoridad vigente sino el mesías que subvierte el poder de ella” (14). El patrón, que significa protector, es el corolario del paisaje ideológico, ya que así la patria puede definirse también como “la tierra del patrón”. Ahora, la figura es cualquier cosa menos inocente o folclórica, y en los ‘consejos comunales’ se puede entender lo que se busca; allí se legisla, se ejecuta (en el más amplio sentido del término), se manda detener personas y componer matrimonios en una fusión de la norma con la persona del mandante, que ejemplifica un ejercicio totalitario del poder.

Por eso todo huele a trasnochado en el ámbito del actual gobierno, desde el culto a las “manos multadas” y los comportamientos de “guapo de cantina” hasta el fetichismo de los caballos y las armas de fuego. Lo paradójico es que las élites manifestaban buscar un gerente y terminaron casados con un capataz de finca decimonónico, en una coyuntura que ha permitido el regreso de las formas más atrasadas de relación social.

La burocracia, como fuente del ‘mejor’ empleo; los servicios, como ocupación dominante en las urbes, y los grandes latifundios “sitiando a las ciudades”, ¿no fue acaso el panorama que encontró el regente y visitador Gutiérrez de Piñeres en 1778? ¿Y no será el mismo que encuentren nuestros visitantes en 2014 si permitimos que las cosas sigan como van? Porque no se trata apenas de que Agro Ingreso Seguro sea trampolín de la consolidación del latifundismo basado en los cultivos de plantación sino de que en el ‘gran pacto social agrario’ que se propone en estos días se hace explícito que se trata de eliminar las luchas reivindicativas de los campesinos. Y en ese mismo sentido se tramita en el Congreso un proyecto de ley, presentado por el senador Jorge Enrique Vélez, que resucita el régimen de aparcerías en el que el propietario del suelo puede retomar la tierra en cualquier momento y sin reconocer mejoras. Es decir, se busca matar un muerto que murió en 1944, la Ley 200 de 1936.

¿Por qué tanto apego a un pasado fallido? ¿Cuál debe ser el mecanismo para que las clases subalternas miren horizontalmente y abandonen la mistificación de las castas y los estratos? ¿Cómo eliminar las condiciones psico-sociales que permiten que sea meta plausible la búsqueda de la docilidad de los cuerpos, parcial o totalmente, hasta el punto de desear convertirlos en “muñecos”? De las respuestas a estas y muchas otras preguntas tal vez dependa que mañana no nos embelesemos con la búsqueda de una patria (la tierra de los patrones) sino una fratria (la tierra de los hermanos). Y en esa búsqueda debemos empeñarnos si definitivamente queremos eliminar el miedo de nuestros cuerpos y nuestra memoria.

1 Agamben, Giorgio, Homo Sacer, el poder soberano y la nuda vida, Pretextos, Valencia, España, 2006, p. 146.
2 Dueñas Vargas, Giomar, Los hijos del pecado, Ilegitimidad y vida familiar en la Santafé Colonial, Editorial Universidad Nacional, Bogotá, Colombia, 1996, p. 96.
3 “Las cincuenta familias que desentierran o inventas prosapias, son las mismas que hacen rabiar a Gutiérrez de Piñeres y a Caballero y Góngora. Al primero por la ‘monstruosidad’ de cinco familias: Álvarez, Caicedos, Nariños, Prietos y Ricaurtes, todos emparentados entre sí, pudieran controlar tanto poder” (“El circulo de la exclusión: Santa Fe y Bogotá, Ricardo José Niño, compilador, Veeduría Distrital, Bogotá, Colombia, 1996, p. 45.
4 Dueñas Vargas, Giomar, op. cit., p. 97.
5 ibídem, p. 106.
6 ibídem, p. 137.
7 Niño, José Ricardo, op. cit., p. 81.
8 Dueñas Vargas, Giomar, op. cit., p. 60.
9 ibídem, p. 124.
10 “Nada más pudieron hacer los artesanos sino tomar el poder un día y defenderlo durante ocho meses, hasta morir o ir al destierro, pero una acción política de semejantes alcances no volvió a repetirse en nuestra historia americana” (Gustavo Vargas Martínez, José María Melo, los artesanos y el socialismo, Planeta, Bogotá, 1998).
11 Aguilera Peña, Mario, “Insurgencia urbana en Bogotá”, Premios Nacionales Colcultura, 1996.
12 Ocampo, José Antonio, Colombia y la economía mundial 1830-1910, Siglo XXI Editores-Fedesarrollo, Bogotá, Colombia, 1984.
13 “La relación de abandono es tan ambigua que nada es más difícil que desligarse de ella. El bando es esencialmente el poder de entregar algo así mismo, es decir, el poder de mantenerse en relación con un presupuesto que está fuera de toda relación. Lo que ha sido puesto en bando es entregado a la propia separación y, al mismo tiempo, consignado a merced de quien lo abandona, excluido e incluido, apartado y apresado a la vez” (Agamben, op. cit., p. 142).
14 ibídem, p. 79.

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