Maria Elvira Samper
Ojalá que la petición de perdón del Presidente sea más que un saludo a la bandera.
08/07/09
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Las guerras, revoluciones y conflictos políticos, raciales y religiosos del siglo XX dejaron, para decirlo en términos crudos, un reguero de muertos: más de 200 millones de personas, la mayoría indefensas. Como consecuencia de esa barbarie, el perdón ha ido saliendo del espacio de la religión y la ética personal para entrar en el campo de la política, la diplomacia y los escenarios de negociación de conflictos.
En 1970, el canciller Willy Brandt, el primer socialdemócrata en asumir el gobierno de Alemania occidental, se arrodilló ante el monumento a las víctimas del nazismo en Varsovia y pidió perdón por los horrores del régimen de Hitler. En 1991, el presidente chileno Patricio Alwyn pidió perdón en nombre del Estado a los familiares de las víctimas de los 17 años de dictadura del general Pinochet, y a las Fuerzas Armadas las llamó a “hacer gestos de reconocimiento del dolor causado”. En 1995, el entonces comandante del Ejército de Argentina, general Martín Balza -hoy embajador en Colombia- en un ejercicio de autocrítica acudió en su discurso de despedida de las armas a palabras de la intelectual Hannah Arendt y dijo: “No puedo cambiar lo que pasó. Para el pasado solo tengo perdón, que no es olvido; y para el futuro, la promesa de que no volverá a ocurrir”. Nueve años después, el presidente Néstor Kirchner pidió perdón en nombre del Estado argentino “por la vergüenza de haber callado durante 20 años las atrocidades de la dictadura”.
Y en 2000, durante una ceremonia histórica dedicada exclusivamente a reconocer las faltas pasadas y presentes de la Iglesia, el papa Juan Pablo II elevó “una súplica humilde del perdón de Dios”. El año pasado, Bush hizo un mea culpa por Irak, y en mayo de este año el presidente de Paraguay Fernando Lugo hizo lo mismo por los crímenes de la dictadura de Stroessner. El pasado junio, el Senado de Estados Unidos aprobó una resolución de perdón por dos siglos y medio de esclavitud.
A finales de la semana pasada, durante la ceremonia de entrega de las 300 primeras indemnizaciones a familiares de víctimas de la violencia en el Cauca, el presidente Uribe pidió perdón a todos los colombianos no solo en su condición de jefe de Estado sino “por mandato del alma, por recuerdos, por dolores, por nostalgias”. Pese a su valor simbólico, la noticia pasó sin pena ni gloria, como si se tratara de una más de las promesas que hace en un consejo comunitario de rutina.
Nunca esperé del presidente Uribe un gesto así. Debo confesar que me sorprendió porque me parece el tipo de persona que ante el sufrimiento reacciona con rabia, que acumula rencor y deseo de venganza. Eso es lo que refleja cuando estigmatiza a la oposición, cuando gradúa de enemigos y de cómplices del terrorismo a los que no comparten sus ideas. Es lo que de alguna forma explica su política de seguridad democrática, una política de guerra con vocación de exterminio, y no una política en busca de la paz con vocación de reconciliación. Si revisara El arte de la guerra, de Sun Tzu, que al parecer es su libro de cabecera, encontraría que planteó que el enojo no es un consejero, y una frase que resume esa idea: “Un gobierno no debe movilizar un ejército motivado por el enojo, y sus líderes militares no deben provocar la guerra movidos por la ira”.
Ojalá que la petición de perdón del Presidente sea más que un saludo a la bandera, una formalidad más, un ritual más de un proceso en el que, por ahora, las víctimas solo han sido actores de reparto, actores de segunda línea. “No hay futuro sin perdón y reconciliación”, dijo alguna vez Nelson Mandela, y el obispo Desmond Tutu convirtió la frase en caballito de batalla para insistir en que no basta resolver los conflictos por la vía militar o mediante la negociación política. Porque la paz es más que el silencio de los fusiles, o de los sepulcros, y más que un acuerdo negociado. Es justicia y verdad y reparación. Y pasa por sanar los odios y los deseos de venganza. Pero no es olvido para evitar que los horrores se repitan.
Maria Elvira Samper