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URIBE: DOS PERIODOS DE CONCENTRACIÓN DEL PODER

¿Monarquía presidencial?

Por: Rafael Ballén 
Edición Nro.: 78

 Durante los últimos años, Colombia ha vivido un período de indiscutible concentración de poder en cabeza del Ejecutivo. El presidente de la República ha colonizado física y legalmente todos los órganos y las ramas del poder público. Asimismo, las entidades territoriales han perdido la autonomía y el grado de descentralización que habían alcanzado en la Constitución de 1991. La involución institucional es de tal magnitud que articulistas, cronistas judiciales, profesores e investigadores se pronuncian una y otra vez sobre la división tripartita del poder, y hasta se formulan preguntas elementales como la siguiente: “¿Cuándo nació la separación de poderes?”.

Alegría efímera. Tras un poco más de un siglo de existencia, la Constitución de 1886 fue reformada de manera consensuada. La Asamblea Nacional Constituyente de 1991 fue el escenario. Las esperanzas que despertó fueron inmensas. No era para menos. El país nacional pugnaba por nuevos espacios de participación y reconocimiento. Otros derechos eran posibles, la pobreza se multiplicaba, en el campo la posibilidad de reforma agraria no se apagaba; proyectos sociales y políticos, marginados y criminalizados, demandaban inclusión.

 

Esperanzas pronto apagadas y que no duraron más que el canto matutino del gallo. En efecto, tan pronto fue expedida la Carta Fundamental, los principios democráticos y descentralizadores esbozados por los constituyentes se fueron menguando, reacción profundizada a partir del 7 de agosto de 2002, fecha en la cual Álvaro Uribe Vélez se posesionó como jefe de Estado. Desde entonces, no ha existido un momento en que las voces críticas del país no llamen la atención sobre los riesgos que corre la muy raquítica democracia colombiana.

 

 La alerta no es casual ni exagerada. Portador de un proyecto autoritario que culmina un período de concentración de la riqueza y renovado control social, el presidente Uribe no ha ahorrado esfuerzos, maniobras, presiones, dádivas y todo tipo de sutilezas para profundizar el dominio conquistado, a la par del control que concentra sobre el conjunto del Estado. Por eso, escribir una nota, un artículo o un ensayo breve o extenso, en relación con las maniobras de Uribe para adueñarse de la totalidad del poder público en Colombia, no es más que un conjunto de notas puestas a pie de página de todo lo que ha ocurrido en los siete años transcurridos bajo el actual gobierno. Sólo por vía de ejemplo, cito algunos episodios que recuerdan esas maniobras.

 

Revocatoria del Congreso. Amenaza constante desde la época de la primera campaña del actual Jefe de Estado. No se sabe de dónde sacaron el abogado Álvaro Uribe y sus lúcidos asesores el soporte jurídico de una intimidación que hizo carrera entre 2003-2004, y mantuvo hipnotizada a la opinión pública y humillados y atemorizados a los congresistas, hasta el punto de impedirles deliberar a conciencia. En efecto, lo que quedó en la inteligencia de los colombianos es que, antes del fracasado referendo de 2003, los legisladores no actuaron por convicción ideológica sino por el temor de ser revocados por el presidente de la República.

 

Estatuto Antiterrorista. Amparado en el ambiente internacional post-11-S, promulga tal norma al comienzo de su primer mandato para cercenar las libertades públicas, pues no era para aplicárselo a los terroristas sino a los disidentes y para criminalizar la protesta social.

 

Debido a que la Corte Constitucional declaró inexequible ese ordenamiento jurídico, el presidente Uribe concibió la idea de liquidar el Tribunal, pero, como no le resultaba fácil por la impopularidad de la medida, se adueñó de sus magistrados. Hoy, cualquier decisión que afecte directamente al presidente Uribe tendrá la unanimidad de la corporación, y en el mejor de los casos el resultado será de 7-2, como fue en el fallo sobre la reforma constitucional que le dio paso a su primera reelección. El jefe del Ejecutivo quiere gobernar sin controles que le estorben su mandato. Sin control judicial, sin control disciplinario, sin control político, sin control de los medios de comunicación, sin control de las organizaciones que representan a la sociedad civil, sin control de los organismos internacionales, y con una Constitución hecha por él, para él y controlada por él. De esto ya ni sus más íntimos tienen duda alguna.

 

Culto y manipulación de la ley. Nada es casual en el actual régimen: heredero y dueño de un proyecto económico, geopolítico y social, el presidente Uribe sabe que el instrumento más eficaz para aferrarse al poder, consolidar sus palancas, someter a un pueblo y cometer todos los atropellos posibles es la ley misma. También sabe que las normas legales son la mayor fuente de corrupción, lo que lava los más atroces crímenes y encubre las más grandes defraudaciones contra el Estado. Por eso, ha dedicado el tiempo de sus dos mandatos a construir su ley y su Constitución, con la paciencia y la maestría del relojero manual.

 

Ruptura de la descentralización. Se puede decir que estos ocho años –incluyendo el último del cuatrienio de Andrés Pastrana– han sido nefastos para las pocas bondades democráticas de la Carta del 91. En efecto, el 30 de julio de 2001, acatando de manera sumisa los mandatos del Fondo Monetario Internacional, resumidos en el acta del acuerdo Stand by firmado por entonces, y las propias exigencias del Plan Colombia, fue expedido el Acto Legislativo 01, con el cual se le dio un golpe mortal a la descentralización política, administrativa y fiscal que habían aprobado los constituyentes de 1991. Se hizo de la manera más efectiva: recortando las transferencias a los entes territoriales.

 

No más equilibrio de poderes. Sin embargo, el acto legislativo que rompió de un tajo el escaso equilibrio que había puesto la nueva Constitución en materia de distribución de poderes fue el número 02 de 2004, que estableció la reelección del presidente Uribe. Esta disposición concentró de hecho y de derecho el poder en cabeza del Ejecutivo, y acabó con los frenos y los contrapesos que el Legislativo había dispuesto para garantizar el funcionamiento de una democracia formal.

 

“Sí, es un monarca pero elegido”

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La pasión por concentrar en una sola persona la totalidad de los poderes, y la resistencia a sus vicios, ha sido una constante universal en todos los tiempos y todos los meridianos. En los albores del Estado fue así: un impostor que hablaba a nombre de Dios dictaba la ley, él mismo la ejecutaba y él mismo aplicaba justicia. Estuvo presente en el absolutismo moderno y fue instrumento expedito de los grandes dictadores del siglo XX. Colombia, por tener un régimen presidencialista supremamente acentuado, las ambiciones de asumir el poder absoluto, sin dejarles margen de maniobra a las demás ramas y los órganos del poder, ha sido una constante histórica. Abadía Méndez, Ospina Pérez y Turbay Ayala son arquetipos de la concentración de las funciones legislativas y judiciales en el Ejecutivo. Sin embargo, en los últimos ocho años y en especial durante los dos cuatrienios que comenzaron el 7 agosto de 2002, se han roto todos los antecedentes: actitudes, conductas, discursos y herramientas jurídicas constituyen la esencia de la concentración del poder en el Ejecutivo y en el culto a la personalidad de su titular. Refresquemos un poco la memoria.

 

Los poderes del presidente de la República, que en Colombia han tenido el alcance de una monarquía, fueron atenuados levemente por la Constitución de 1991. En efecto, la Constitución del 86 le otorgó facultades ilimitadas al jefe del Ejecutivo, hasta el punto de que Miguel Antonio Caro, su inspirador, aceptó que el presidente era un monarca: “Sí, es un monarca pero elegido”, dijo cuando se le averiguó por las facultades del primer mandatario.

Esos poderes se vieron reforzados en las reformas que la Constitución de 1886 tuvo en 1910, 1945 y 1968, pero decayeron levemente en 1991 mediante los siguientes instrumentos: la elección popular de gobernadores priva al jefe de Estado del poder de nominación y, con él, del control político y administrativo sobre las regiones, aunque el mandatario seccional es agente del presidente de la República en materia de orden público y de régimen económico; la creación de la Vicepresidencia abre de hecho una fuente de liderazgo paralela a la del Presidente (incluso puede convertirse en un factor perturbador de la gobernabilidad); el voto de censura a los ministros pone al Presidente en una crisis latente en el primer plano del Ejecutivo; la limitación de los estados de excepción, consagrados en los artículos 212, 213 y 215 de la Constitución de 1991, también le recortaron la facultades ilimitadas que tenía según el artículo 121 del Estatuto anterior, y, finalmente, los poderes del Ejecutivo se vieron mermados con la disminución de las facultades extraordinarias, sobre todo en materia fiscal.

El proceso constituyente que culminó en 1991 estuvo precedido de un debate público de más de 15 años, en el que los partidos y los movimientos políticos y sociales intervinieron y aportaron sus inquietudes y sus ideales. En contraste con los tres lustros de discusión y de los agitados debates para redactar y promulgar la Constitución de 1991, en los últimos años se han adelantado más de 25 reformas, la mayoría de las cuales ha sido desconocida por el grueso de la opinión pública. Las reformas promovidas y auspiciadas durante los últimos ocho años, especialmente las realizadas por el presidente Uribe, han quebrantado los principios estatuidos por la Asamblea Constituyente de 1991.

 

Con tales reformas se eliminaron los frenos y contrafrenos dispuestos para garantizar una equilibrada relación de poderes en el Estado colombiano. Estos frenos y contrafrenos, eliminados en los últimos años, tienen que ver con bloques de materias dentro de la Constitución Nacional, entre ellas:

 

1) Democracia, participación y pluralismo de ciudadanos y partidos políticos, consagrados en los artículos 1, 2, 5, 111, 112 y 258 de la Constitución Política.

2) Igualdad, conformación, ejercicio y control político, financiación del funcionamiento y de las campañas electorales y movimientos políticos con personería jurídica, imparcialidad y no utilización del empleo para presionar que los ciudadanos respalden una causa o una campaña política, estatuidos en los artículos 13, 40, 109, 123, 127 y 209 de la Constitución Política.

3) Estructura del Estado, separación de las ramas del poder público y formalidades en la expedición de la ley, contemplados en los artículos 113, 116, 150-10, 152, 153, 157, 160, 165, 166, 167, 168, 189-9, 228 y 237 de la Constitución Política.

4) Equilibrio de órganos de control y régimen económico, por períodos constitucionales, consagrados en los artículos 190, 233, 239, 276, 281, 340, 341, 346, 348, 370, 371, 372 y 373 de la Constitución Política.

5) Equilibrio de poder central-poder descentralizado, consagrado en los artículos 303, 304 y 315-2 de la Constitución Política.

 

El delito como ley

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Pero no fue sólo la concentración del poder lo que trajo consigo el Acto Legislativo 02 de 2004; también hizo de la reelección del presidente Uribe, en 2006, un acto ilegítimo por su origen delictuoso. Como el país sabe ampliamente, no fue con argumentos dialécticos como Uribe convenció a los congresistas sino comprando sus conciencias a base de auxilios, puestos y otras dádivas. Dos representantes a la Cámara personifican ese monumento a la politiquería y la corrupción: Yidis Medina y Teodolindo Avendaño. La filigrana politiquera se conoció cuatro años después, y hace de la reelección de Uribe un acto ilegítimo, porque ilegítima es la reforma constitucional que la permitió.

 

¿Cómo ocurrió todo? Lo sabe la opinión pública medianamente informada: Yidis, el 2 de junio de 2004, cambió su voto en la Comisión Primera de la Cámara, atraída por los puestos burocráticos, los auxilios y otras prebendas que le ofreció el Gobierno. Como es de público conocimiento, la Corte Suprema de Justicia condenó a Yidis, en mayo de 2008, por el delito de cohecho. La Sala de Decisión Penal de esa corporación llegó a la certeza de que “las dádivas, halagos y promesas burocráticas captadas por la congresista fueron determinantes” para que votara a favor de la re-  elección. Y, después de otras consideraciones, el alto tribunal concluyó: “La aprobación de la reforma constitucional fue expresión de una clara desviación de poder en la medida en que el apoyo de una congresista a la iniciativa de enmienda constitucional se obtuvo a partir de acciones delictivas”. A ese acto, que permitió la reelección de Uribe y concentró todos los poderes en cabeza del Ejecutivo, se sumaron otras acciones que violentan las libertades públicas y hostigan a los magistrados del único tribunal que se ha mostrado independiente ante el presidente Uribe.

 

 Efectivamente, el Das les ha hecho seguimiento a los magistrados (1) de la Corte Suprema de Justicia Alfredo Gómez Quintero, Sigifredo de Jesús Espinosa, César Julio Valencia, Mario Solarte, Camilo Humberto Tarquino y Francisco Ricaurte, lo mismo que al magistrado auxiliar Iván Velásquez –investigador de la parapolítica–, a quienes los sabuesos les esculcaron sus planes celulares, sus cuentas corrientes, sus transacciones comerciales, sus bienes raíces, quiénes son y dónde viven sus familiares: “Todos ellos, actos invasivos de la intimidad misma de los magistrados” , según palabras del Fiscal General. El Das también les hizo seguimiento, interceptándoles sus teléfonos, a los voceros y los líderes de los partidos de oposición. Y para borrar las evidencias del seguimiento, el aparato policivo, entre el 19 y el 23 de enero del año en curso, desapareció los documentos que contenían la información. Es tan grotesco el comportamiento de este apéndice del Ejecutivo, que el propio Fiscal General, Mario Iguarán, dijo al respecto de la interceptación de los teléfonos por parte del Das: “Hay que decir que, de acuerdo con el informe del Cti, causa preocupación, causa pavor, en atención al hedor que él expide” (2).

 

Si todo lo anterior ha ocurrido durante los dos mandatos del presidente Uribe, ¿qué les espera a los colombianos en un tercer cuatrienio? Cuando estamos a un año de los comicios presidenciales, el rechazo a la re-elección de Uribe no es simplemente un acto de paranoia de la oposición sino además una amenaza real que pone en peligro los pocos principios que todavía quedan en la Constitución de 1991. El corolario de tal concentración de poderes en manos del presidente Uribe está señalado por el redactor político de El Tiempo en la siguiente nota:“El antecedente de la bancada en la Cámara, esta semana, que en 48 horas hundió el proyecto de recargos nocturnos, y aprobó dos referendos y una reforma política por mandato expreso de Uribe, dejó claro quién manda en el Congreso” (3).

 

1             El Tiempo, domingo 26 de abril de 2009.

2             “El espionaje era peor”, en: Semana Nº 1408, abril 27-mayo 4 de 2009.

3             “El referendo entra en su recta final”, en: El Tiempo, domingo 26 de abril de 2009.

 


Recuadro 

 

Breve historia del equilibrio de poderes

 

El debate sobre la separación de los poderes públicos es supremamente antiguo, pues las instituciones político-jurídicas que hoy gobiernan el mundo son menos originales de lo que parecen. Se trata de una obra que proviene de la inteligencia y la acción de más de cien generaciones de hombres. Todas las ideas, en especial las políticas, son como las aguas de los ríos caudalosos, que nacen en remotos páramos y montañas, se precipitan en cascadas visibles y tormentosas, se hunden en cañadas y lechos subterráneos, y reaparecen luego, kilómetros más adelante, sustentando la fuerza y el poder de la moderna navegación comercial. Así que, la división del poder en ramas y órganos independientes unos de otros es un principio que estuvo presente desde las primeras reflexiones sobre la formación del Estado.

 

La esencia de la división tripartita del poder, o sistema de gobierno mixto, consiste en establecer el equilibrio de fuerzas, frenos y contrapesos, para evitar que haya desbordamientos y se atente contra la libertad de los ciudadanos. En la trayectoria de estos ideales de equilibrio se pueden identificar fácilmente tres momentos: en la discusión de los persas, en la obra de Platón y en la revolución burguesa-liberal del siglo XVIII. Todos los analistas y profesores de teoría política y constitucional parten del último momento, sin mucho esfuerzo por encontrar sus raíces.

 

El primer momento comenzó con el célebre diálogo entre los persas Otanes, Megabyzo y Darío a la muerte de Cambises (siglo VI a.C.), pues cada uno de los tres defendía un sistema de gobierno distinto: Otanes se inclinaba por la democracia; Megabyzo, por la aristocracia, y Darío, por la monarquía. En este diálogo todavía no se hablaba de un gobierno mixto en que intervinieran el pueblo, la aristocracia y la monarquía.

 

El segundo momento hay que ubicarlo en la Grecia clásica. Fue Platón quien, en el siglo IV a.C., se encargó de analizar cada una de las formas de gobierno esbozadas por los persas, y su degeneración en anarquía, oligarquía y tiranía. Lo hizo en la República (1), de manera más didáctica en el Político (2), y, la gran síntesis la logró en las Leyes. Este momento se prolongó con Aristóteles en la Política y con Polibio en el libro VI de sus Historias.

 

Los revolucionarios del siglo XVIII

 

Antes de adoptar una decisión definitiva, los revolucionarios reunidos en la Asamblea Nacional Francesa libraron encendidos debates, siendo el poder judicial el centro de sus controversias y desvelos. El 19 de junio de 1789, la Asamblea Nacional ordenó dividir en cuatro comités el trabajo que debía realizar, con el propósito de agilizar el estudio de los temas que se encontraban a su consideración. El más importante de esos equipos deliberantes era el denominado “Comité de Constitución”, encargado de preparar los temas para la articulación de la Carta Magna. Este comité estaba integrado por los diputados Mounier, Talleyrand, Sieyès, Lally-Tollendal, Chermond, Chapelier, Bargasse y Champion de Cicé, constituyentes que realizaron los más agudos debates sobre todos los temas de la Constitución, pero de manera especial en lo relacionado con la separación de poderes, como se puede observar en los documentos de la época.

 

El 4 de agosto de 1789, la Asamblea votó la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, preámbulo de la futura Constitución, que a la vez sería la codificación de las ideas fundamentales de los filósofos del siglo XVIII: soberanía de la nación, igualdad de los ciudadanos, libertad individual, libertad de pensamiento, y expresión y carácter sagrado de la propiedad privada.

 

El interés y el entusiasmo que los constituyentes de 1789-1791 pusieron en la separación de los poderes públicos hicieron que este principio marcara la diferencia radical entre el Antiguo Régimen y el nuevo orden. La separación de poderes, entendida en ese momento de manera absoluta, consistía en crear un Estado constituido por varios órganos sin relación alguna entre ellos, confiándosele a cada uno funciones muy determinadas. Sin embargo, el principio no podía concebirse en términos absolutos, pues las funciones y los fines del Estado implicaban el concurso de todos los órganos que conformaban su estructura.

 

A los miembros de la Asamblea los animaba el principio de la separación de poderes. No obstante, algunos espíritus eran más moderados y juiciosos, y por tanto partidarios de buscar un equilibrio entre los órganos del poder. Entre quienes trataron de prevenir a la Asamblea Nacional contra el peligro de las exageraciones, estaban los diputados Sieyès, Mirabeau, Lally-Tollendal, Clermont-Tonnerre, Malouet, Mounier y Thouret. Así, por ejemplo, el 21 de julio de 1789, Sieyès, esgrimiendo la dialéctica que Platón utiliza en la República (368e-369c), dijo en el Comité de Constitución: “El establecimiento público constituye una suerte de cuerpo político que, poseyendo, como el cuerpo del hombre, un destino y unos medios, debe de organizarse, en lo esencial, del mismo modo”. Y Mirabeau, en sesión del 16 de agosto del mismo año, señaló: “Tendremos pronto la ocasión de examinar esta teoría de los tres poderes, la cual, analizada exactamente, mostrará quizá la facilidad del espíritu humano para tomar palabras por cosas y fórmulas por argumentos” (3).

 

El principio de la separación de poderes era ya un paradigma de los filósofos políticos de las últimas décadas del siglo XVIII, pero en 1789 era completamente ajeno a las decisiones oficiales de la monarquía francesa; es decir, la teoría iba por una parte y la praxis por otra. Al contrario, durante el Antiguo Régimen dominaba este otro principio: “Toda la justicia emana del rey”. El rey, antes de la Revolución Francesa, era como lo es hoy el presidente Uribe. Ejercía todas las funciones esenciales del Estado: era legislador, pues se reservaba el derecho a promulgar la ley; era el jefe supremo del poder ejecutivo, porque ejercía la suprema administración y dirigía las tropas y la política externa; y, finalmente, desempeñaba el poder judicial, toda vez que juzgaba en su nombre y en representación del Estado, y resolvía él mismo en última instancia cualquier litigio.

 

Aquella virtud, valor o paradigma, la justicia, que llevó a Platón a escribir su monumental obra política (la República, el Político y las Leyes), fue el concepto que más desveló a los constituyentes de la Revolución Francesa. Por eso, ninguno de los otros dos poderes generó tanta discusión y tanto debate, hasta el punto de que fueron necesarios tres informes (hoy los llamaríamos “ponencias”) antes de adoptar el articulado.

 

Fuera de los informes rendidos por el Comité de Constitución se discutía el eje fundamental de la Constitución, la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, y, dentro de ésta, el polémico artículo de la separación de poderes. El 1º de agosto de 1789 comenzó este debate con la inscripción de 56 oradores. Una vez que cada uno expresó sus puntos de vista, el 4 de agosto la Asamblea decidió por aclamación que la Constitución estuviese precedida por tal declaración. Tres semanas más gastaron los constituyentes en la redacción definitiva del texto, pero ningún artículo tuvo tantos borradores como el relacionado con la división tripartita del poder. La razón era de vida o muerte: en la separación de los poderes, los constituyentes cifraban la garantía de dos derechos fundamentales de la especie humana, la libertad y la vida misma. Por eso, Robespierre era más exigente: la separación de poderes no sólo debía estar situada dentro de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano sino, además, hacer parte de la Constitución.

 

¿De dónde tomaron los constituyentes revolucionarios de 1789-1791 el principio de la separación de poderes? De acuerdo con los discursos pronunciados en el seno de la Asamblea Nacional, aquéllos tuvieron tres fuentes de inspiración: la Constitución inglesa de 1688, la Constitución estadounidense y la obra Del espíritu de las leyes, de Montesquieu.

 

En suma, las inquietudes filosóficas del gobierno mixto, reelaboradas a través de más de 2.500 años con los aportes de todos los pensadores políticos, fueron recogidas por las dos grandes constituciones occidentales: la de Estados Unidos de Norteamérica, de 1776, y la de Francia, de 1791, de las cuales se derivaron todos los estatutos fundamentales de Europa y América Latina.


1  Platón República. Libro VIII.

2  Platón. Político. 291a-295b.

3  Archives Parlamentaires, 1ª. serie, t. VIII, p. 243. Cita hecha por: Duguit, León. La separación de poderes y la asamblea nacional de 1789. Madrid, 1996, p. 5.

 

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