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"Somos legitimadores de un lenguaje que corroe y socava la lógica y la ley, pero nunca nos sentimos responsables"


 Gaitán y las mayorías invisibles

Por: William Ospina

Mayo 2009 - 2:18 am

LOS PUEBLOS SÓLO SIENTEN GRATItud por aquel que hizo nacer en ellos dignidad y esperanza.

Después de veinte gobernantes, de sesenta años de pésimos gobiernos de Colombia, nadie ha superado en nuestro país la grandeza de Jorge Eliécer Gaitán, la esperanza mitológica que despertó en una generación y que se transmitió hereditariamente a las otras, como los recuerdos de la familia Buendía.

Cada vez que se habla de Gaitán, los eternos legitimadores de un sistema inicuo de clasismo y racismo, de exclusión y miseria moral, que durante seis décadas ha convertido a este país espléndido en una fosa común, salen a decir que era un populista y un demagogo. Gaitán era algo más fino: un hombre del pueblo y un pedagogo, y su recuerdo vuelve cada vez que se habla de elecciones, porque esa sombra enorme tiende a empequeñecer a los que se disputan el favor popular.

La gente lo recuerda con cariño, porque por primera vez en Colombia, país de oradores, de latinistas y estilistas, país de la rencorosa elocuencia, un gran orador no se dirigió a sus congéneres, buscando rivalizar en metáforas y en macarronería, sino al pueblo. Mucho se ha escrito sobre el modo como Gaitán iba formando un pueblo a medida que hablaba con él.

Gaitán comprendió que Colombia, tal vez como ningún país del continente, por su temprana necesidad de un lenguaje que le diera fisonomía nacional, ya que no había sido unificado nunca por la política ni por la economía, dependió demasiado del lenguaje desde el comienzo, y por ello fue víctima como nadie del poder del lenguaje.

Ese poder se manifestó primero desde los púlpitos: fue despiadado con las razas vencidas y consorte del poder político y cómplice de toda injusticia. Ese poder se manifestó después desde las tribunas, en la oratoria de Miguel Antonio Caro y de Guillermo Valencia, en una nube de patronos y de patricios; expresión, esa sí, de un poder demagógico, hecho para legitimar el menosprecio por el mundo americano, la veneración supersticiosa del mundo europeo, preferiblemente de la antigüedad grecolatina, y para preservar los privilegios de unas élites cuya única virtud, comparadas con las actuales, es que al menos tuvieron una cultura. Y ese poder del lenguaje se manifestó finalmente a través de los medios de comunicación, que no le han servido a Colombia para despertar en el pueblo una conciencia profunda de su dignidad y de sus derechos, sino casi siempre para ser comparsas del poder y legitimadores de la iniquidad.

Por eso los medios, cuyo inmenso poder nadie ignora, no sirven para impedir los males que destruyen a Colombia. Su cara alarmada ha visto el crecimiento del poder de las mafias, de las guerrillas, de los paramilitares, el ascenso de la corrupción, el auge de una violencia que sólo podía detenerse fortaleciendo la capacidad de resistencia y de crítica de la ciudadanía.

Pero aquí pocas veces se confió en la gente. Es una asombrosa tiranía de prejuicios, una dictadura del supuesto buen gusto y de la estética, que excluye todo lo que considera feo y pobre, que hace de las personas humildes sólo víctimas o caricaturas, no seres dignos de la tragedia y de la historia, y que establece sus cánones de un modo tan estrecho y mezquino, que la gente termina pareciéndoles una subhumanidad descalificada e indigna.

Por eso aquí no duelen los crímenes cuando se cometen contra los pobres, y en cambio son aterradores cuando atentan contra las élites. Por eso aquí no duelen las guerras que consumen desde hace décadas a la juventud, porque esa juventud que muere en ellas, por la patria y contra la patria, pertenece a las paradójicas mayorías invisibles.

Por eso aquí, cuando se publican encuestas, ni se considera a los que no están de acuerdo. Como ya se sabe que la mitad del electorado no vota, porque no le importa o no quiere o no cree, el ciento por ciento de los resultados está constituido por los que votan y opinan. Y los favoritos terminan teniendo el 80 por ciento de favorabilidad, aunque apenas seis millones terminen votando por ellos. Seis millones, de 40, son el 15 por ciento de la población en Pernambuco y en Samarcanda, pero no en este país, donde las palabras no se usan para revelar sino para ocultar las cosas.

Ya se conoce el sistema. “Hemos bombardeado el territorio extranjero, pero no se ha violado el derecho internacional; hemos visto el asesinato de personas inocentes pero no los llamamos crímenes sino ‘falsos positivos’; se han beneficiado de conductas inescrupulosas pero no han hecho nada ilegal; pagamos a los criminales por su protección pero no somos cómplices de nada; vemos cómo crece la arbitrariedad de los delincuentes pero llamamos a esas olas amenazantes ‘limpieza social’; somos legitimadores de un lenguaje que corroe y socava la lógica y la ley, pero nunca nos sentimos responsables”.

Gaitán era otra cosa. Nadie, en el último siglo de vida de esta República, le habló así a la gente de sus derechos; nadie hizo sentir al pueblo menos excluido, más digno del lenguaje y de la elocuencia, valorándonos igual por blancos, por indios y por negros, considerándonos dignos de la argumentación. Una ráfaga de odio pretendió borrarlo, pero lo grabó más fuertemente en la memoria hereditaria de su pueblo. Fue el único que les habló a las mayorías invisibles, y eso tiene su cielo.

Ahora, cuando recomienza el festín, hay que recordarles a los candidatos que su peor error, porque es el más mezquino, el más calculador, es sólo hablar con los que votan, con los que ya están conquistados para el modelo de país que tenemos. Y claro que es más difícil proponer un país que proponer un gobierno. Pero al final, como no hacen nada que modifique la historia, que dignifique nuestro puesto en el mundo, que engrandezca a sus conciudadanos más humildes, cada presidente se borra y se olvida.

Gaitán sigue creciendo. Como una promesa.

 

  • William Ospina

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