19 Mayo 2009 - 10:07 pm
Cuando no está arremetiendo contra los periodistas extranjeros al ser preguntado por la reelección, la respuesta que el presidente Uribe acostumbra dar es la que apareció publicada este fin de semana en El País:
“Mi única campaña es por la prolongación en el tiempo de la seguridad con valores democráticos”. Es paradójico que el mandatario justifique su eventual perpetuación en el poder con la palabra “democracia”, como también la insinuación de que su estrategia de seguridad puede considerarse “democrática”. Sin embargo, mientras que las críticas sobre la reelección en sí crecen a diario –aquí y afuera– son pocos los intentos por desmitificar la política de seguridad democrática, así como la fábula de que si no se le da continuidad habrá consecuencias catastróficas para Colombia.
Con cierta frecuencia el presidente Uribe compara su visión de la seguridad con la que implementaron las dictaduras de América del Sur, la diferencia es supuestamente que en Colombia la construcción de la seguridad y la defensa de la democracia han ido de la mano. La comparación es engañosa porque ignora los debates realizados en el continente después de la transición, los cuales dieron origen al concepto de la seguridad democrática a finales de los ochenta.
Frente a la doctrina de la Seguridad Nacional, que justificó el fortalecimiento del aparato represivo del Estado para protegerlo de distintas amenazas internas y externas, el modelo de la “seguridad democrática” reivindicó una noción no militar de la misma al entender por seguridad no sólo la ausencia de amenazas físicas, sino todo aquello que garantice el bienestar de la población, en particular, el acceso a bienes públicos básicos que salen de la competencia de las Fuerzas Armadas. Asimismo, concibió la seguridad en estrecha relación con el Estado de Derecho, es decir, el imperio de la ley, la salvaguarda de los derechos y las libertades fundamentales y la separación de poderes, con el argumento de que una sociedad segura es aquella en la que las instituciones democráticas garantizan la participación, la tolerancia y el bien común.
Salvo de nombre, la política de seguridad democrática a la colombiana no guarda relación ninguna con su homólogo suramericano, sino que parece hecha del mismo molde que la doctrina (antidemocrática) de la Seguridad Nacional. No sólo parte de una concepción militarizada de la seguridad, basada en el uso del poder coercitivo del Estado como único recurso para garantizar la gobernabilidad, sino que tiene un componente mesiánico que da un sentido imperativo a su implementación, en especial ante la amenaza planteada por el “terrorismo”. Un modelo de seguridad que ha originado prácticas como los falsos positivos y las “chuzadas”, que legitima el señalamiento de sus críticos como “enemigos” de la seguridad y “amigos” del terrorismo, y que justifica incluso el sacrificio de la institucionalidad democrática, difícilmente amerita el nombre que se le ha dado.
En lugar de proponer que la política de seguridad democrática se convierta en una política de Estado, habría que reflexionar sobre los costos que la “seguridad” ha tenido en particular para la democracia colombiana. Para ello, los viejos debates de nuestros vecinos del sur pueden ser pertinentes.
* Profesora Titular. Departamento de Ciencia Política, U. de los Andes.
· Arlene B. Tickner